En política parece inevitable separar el proceso electoral del efectivo ejercicio del poder. Los más pragmáticos sostienen, con bastante evidencia a su favor, que es necesario concentrarse primero en acceder al poder para luego recién soñar con la posibilidad de cambiar la realidad.
Entusiasmados con esas consignas, apelan sin dudar al “vale todo”, convirtiendo al medio en un fin. Así nacen las frecuentes concesiones que derivan en el ocultamiento premeditado de las convicciones más profundas.
Para los que hacen política esto no es realmente grave, ni siquiera es demasiado cuestionable. Para ellos, esas son las inmutables reglas de juego vigentes. Si alguien pretende conquistar el trono, deberá recorrer irremediablemente ese sendero, por despiadado y cruel que parezca.
Alcanzar el poder implica someterse a la voluntad popular y a las demandas de una sociedad que establece sus objetivos propios. Son muchos los ciudadanos que entienden que la política debe resolver sus problemas y pretenden que sus dirigentes se ocupen del tema dándole total prioridad.
No importa si esos programas son justos, razonables o absolutamente inviables. Lo relevante es que serán esos los criterios que definirán los perfiles de los candidatos y sus predecibles alegatos de campaña.
La gente es escéptica y no confía en que la dinámica electoral encamine todo adecuadamente. Pero también sabe, que ante la falta de alternativas, este es el modo menos ineficiente de influir con su opinión ciudadana. Continuar leyendo