La desvinculación de empleados estatales siempre enciende polémicas. Las esperables posturas antagónicas están repletas de trillados planteos, la mayoría de ellos falaces y plagados de una fragilidad argumental evidente.
El Estado no produce nada, ninguna riqueza. Se financia con el dinero de los que sí la generan, les quita a ellos una porción importante de su esfuerzo para solventar las aventuras y los experimentos de los gobiernos de turno, esos que casi siempre involucran ineficientes procesos y peores resultados.
La remuneración del individuo despedido no sale del aire. Se obtiene sólo con la previa acción coercitiva del Estado, que exprime, vía impuestos o cualquier ardid equivalente, a miles de individuos, en contra de su voluntad. No existe magia, ni panfleto que lo explique. El dinero no se multiplica espontáneamente. Eso ocurre cuando los individuos crean bienes y servicios que la sociedad valora al punto de estar dispuesta a pagar por ellos. Si esta lógica elemental no se entiende, la discusión tiene muy poco sentido.
Cuando una persona se queda sin su retribución, todo parece una mala noticia. Claro que el involucrado está en problemas, molesto con la decisión, pero el análisis no puede agotarse enfocándose solo en su percepción. Continuar leyendo