Prevalece en esta era una visión que afirma que las leyes pueden resolver cualquier problema. Esta falacia se ha instalado, no sólo en la política, sino también en buena parte de la sociedad que las demanda. Parece que jamás se han comprendido, con claridad, la naturaleza y la esencia de las normas.
Muchos dirigentes políticos depositan abundantes energías en imaginar novedosas reglamentaciones que modifiquen la calidad de vida de todos, sin entender que las conductas no se transforman artificialmente. Ellos adhieren a esta necia postura de suponer que una ley todo lo puede.
En estos países, pululan a diario intentos de legislar sobre cualquier asunto. Ninguna jurisdicción logra escaparse de este molde general y caen, irremediablemente, en este eterno juego. Esta actitud obsesiva de los legisladores no distingue partidos. Todos creen en la omnipotencia del Estado, que impone reglas haciendo que la gente se someta a ellas sin más.
Es la ley la que debe interpretar a la sociedad, ajustándose a sus valores y no al revés. En estas comunidades, los legisladores suponen que pueden establecer reglas importadas, incompatibles con la idiosincrasia local y así producir genuinos cambios de hábitos, que permitan vivir en una sociedad desarrollada, gracias a su gigante creatividad e interesantes normas. Continuar leyendo