La guerra contra las drogas está perdida sólo para aquellos que no tienen la real voluntad de enfrentarla. El tema viene a colación porque hoy gobernantes latinoamericanos que no han actuado con contundencia frente al problema del narcotráfico, nos dicen que la guerra se perdió y que la mejor opción ante la incapacidad de superarlo, es aprender a convivir con él; es decir, legalizarlo.
La propuesta parte de una premisa equivocada: no se puede dar por perdida una causa cuando no se ha hecho lo suficiente por ganarla y, como si fuera poco, ir cediendo como sociedad ante las dificultades siempre presentes, es un camino seguro hacia el abismo. El éxito en la guerra contra las drogas es posible y Colombia es un buen ejemplo.
Difícil encontrar una nación que haya sufrido tanto y pagado una factura tan alta por cuenta del narcotráfico; la rentabilidad del ilícito ha creado los más duros carteles de la droga y financiado los más tenebrosos grupos terroristas, coca y plomo han arrasado regiones enteras de la geografía nacional y cobrado la vida de miles de soldados, policías y ciudadanos del común; no hay colombiano alguno que en mayor o menor medida no se haya visto afectado por la tragedia del narcotráfico y sus delitos derivados. Sin embargo la nación no se ha doblegado, los resultados de la lucha están presentes y contundentes estadísticas basadas en el sentir popular se oponen a la legalización.
El camino no ha sido fácil; durante el cambio de milenio, cuando la noche parecía más oscura y una posible salida para Colombia era ceder ante las drogas para teóricamente bajar los niveles de violencia, la firmeza de sus gobernantes y el acompañamiento ciudadano, impidieron que fuera el narcotráfico el que determinara los destinos de la nación. El país no sucumbió ante el chantaje de la violencia ni cayó en el facilismo de la legalización; fue así como el gobierno Pastrana sembró las primeras semillas de una estrategia sostenible en el largo plazo llamada Plan Colombia y el gobierno Uribe tuvo toda la determinación política y el liderazgo necesarios no sólo para implementarlo, sino para convertir la lucha contra las drogas en uno de los pilares de su Política de Seguridad Democrática.
Hoy, los resultados son explícitos: para el año 2000 el país tenía más de 162.000 hectáreas sembradas de coca con una producción anual superior a las 1.500 toneladas de cocaína que lo convertían, de lejos, en el mayor productor mundial del alcaloide y, como si fuera poco, las autoridades incautaban menos del 7% de la producción; algo más grave, la rentabilidad infinita del ilícito se traducía –directa e indirectamente- en una espiral de violencia que devoraba al país y lo llevaba a alcanzar la vergonzosa cifra de 63 homicidios por cada cien mil habitantes, casi triplicando el promedio latinoamericano. Diez años después de iniciada la cruzada, el país ha abandonado la primera posición como productor y proveedor mundial de cocaína, reduciendo los cultivos ilícitos en un 65%, la producción de cocaína en un 75% y logrado que las incautaciones superen el 40% de la producción total; es decir, hoy en Colombia se produce mucho menos y se incauta mucho más. Paralelo a ello y en clara demostración de que para Colombia el narcotráfico es el principal combustible de la violencia, la tasa de homicidios en el mismo periodo se ha reducido casi a la mitad, pasando de 63 a 32 asesinatos por cada cien mil habitantes. Ha sido, sin duda, una guerra costosa en recursos y esfuerzos pero más costoso hubiera sido no librarla; ante la alternativa de convertirse en un narco-Estado se escogió luchar para que prevaleciera el imperio de la ley.
Semejantes logros muestran que en la guerra contra las drogas la victoria sí es posible, y aunque hay quienes dicen que el éxito de Colombia ha desplazado el problema a los países vecinos –efecto globo-, la reflexión que debe hacerse es cuál sería la realidad de la región frente al narcotráfico si las demás naciones, en vez de decir que la guerra está perdida, enfrentaran en simultánea y con verdadera contundencia -no de retórica sino de hechos- la situación; tal vez la producción de cocaína en la zona andina comenzaría a ser parte del pasado y los consumidores estadounidenses y europeos, de no enfrentar los problemas de consumo, estarían migrando más rápidamente a las drogas sintéticas fabricadas en sus propias cocinas con ingredientes adquiridos en la farmacia local.
Legalizar como se propone el consumo de las drogas en nuestros países no soluciona el problema de la violencia y más bien puede agravarlo. La demanda de la cocaína está focalizada mayoritariamente en países no productores, hacerla legal en la región no cambia la demanda internacional y más bien logra que, vía reducción del precio y salida de la clandestinidad, más jóvenes latinoamericanos tengan acceso a las drogas con los problemas de violencia doméstica y callejera que su consumo conlleva. Se dirá que para eso están las campañas de prevención y de rehabilitación, pero éstas, más que un sustituto, deben ser un complemento de la prohibición. Se dice además que si el alcohol se legalizó, por que no la marihuana, ¿cuál será el argumento luego para no hacerlo con la cocaína, con la heroína? Entrar en el juego de la legalización es aventurarnos a una espiral de claudicaciones que nada bueno puede traer para la sociedad; ceder, ceder, ceder ante los problemas nunca puede ser el camino propuesto por los gobiernos; pensemos simplemente en el capital social construido a partir de una juventud a la que se le facilita el consumo de las drogas, entregándoselas baratas, legales y sin mayor censura social.
Como si fuera poco, con la legalización en la región, el crimen organizado dedicado al tráfico internacional no desaparece, si se legaliza en los países productores pero no en los consumidores, su exportación hacia los grandes mercados internacionales continuará siendo ilegal y las mafias para transportarla y distribuirla seguirán estando presentes.
Estamos en el mismo debate de los años 70 y 80 entre legalizar o no legalizar y en los señalamientos entre países productores y consumidores. Las guerras contra la producción y el consumo se han ganado o perdido según los países han tenido o no determinación para librarlas.
Colombia ha demostrado que las victorias individuales son posibles; requerimos ahora victorias colectivas basadas en la coordinación de la estrategia y la determinación en la lucha. Los Estados existen para proteger a sus habitantes de las manifestaciones del mal, no para decirnos que debemos aceptarlo; la unión debe ser para luchar contra las drogas, no para avocar por su inclusión en la sociedad. Por qué entonces ceder en el consumo cuando nada soluciona y, con certeza, muchos nuevos males traerá.