La idea de querer controlar los precios no es algo nuevo ni exclusivo de nuestro país. Como muy bien lo consignan Robert Schuettinger y Eamonn Butler en su libro “Forty Centuries of Wage and Price Controls” (editado por The Heritage Foundation en 1979), la quimera de querer establecer precios controlados (o cuidados como se ha decidido llamarlos en estos días) es algo que tiene sus orígenes en épocas previas a la era cristiana. Ya en las antiguas civilizaciones mesopotámicas encontramos indicios de este tipo de controles. Lo que se busca en todos los casos, de acuerdo al gobernante de turno, es lo mismo: evitar la especulación de comerciantes y empresarios que aumentan sus precios con el único fin de aprovecharse de los consumidores. Como se verá la situación no es novedosa. El gobierno excede su gasto por sobre sus ingresos y recurre a la expansión monetaria o depreciación del metálico, con lo cual el poder de compra de la moneda disminuye, reflejándose directamente en un aumento de precios. Así las cosas, al gobierno le quedan, básicamente, dos opciones: reconocer que han defraudado a los tenedores de moneda al haberle quitado valor o culpar por ello a los productores, acusándolos de aumentar descaradamente los precios. Pues bien, la opción a lo largo de la historia ha sido la segunda. Por eso el “remedio” que se les ha ocurrido ha sido siempre el mismo: controlar los precios.
Lamentablemente, los ejemplos ilustrados en el libro de Schuettinger y Butler no han servido de mucho, ya que a pesar del fracaso que reflejan los intentos de controlar precios a lo largo de la historia, la fórmula se repite una y otra vez con el mismo resultado. Quizás el “más famoso y el más extensivo intento de controlar precios y salarios ocurrió durante el reinado de Diocleciano” quien fue emperador de Roma entre los años 284 y 305 de la era cristiana. A éste, le tocó gobernar en un período de una creciente inflación, la que “atribuyó enteramente a la avaricia de mercaderes y especuladores”; aunque claramente el diagnóstico era equivocado, ya que la causa de la creciente inflación estaba dada en el descontrolado gasto público en el que se había incurrido para sostener una burocracia y un ejército cada vez más grandes. La acuñación de monedas de oro y plata degradadas en su pureza, era el medio más sencillo para “resolver” este problema del gasto público en alza constante (a diferencia de lo que pasa en la actualidad, donde el problema se resuelve con facilidad emitiendo más billetes, en la antigüedad había que retirar las monedas circulantes y disminuir su contenido original mezclándolo con metales de menor valor con lo cual el proceso era bastante más costoso y lento que en el caso de los billetes). Pero hasta el propio Diocleciano se daba cuenta de que el mercado “ajustaba por precio” cada vez más velozmente. Por tal motivo, el emperador se vio ante la siguiente disyuntiva: o continuaba acuñando monedas cada vez más depreciadas, o cortaba los gastos del gobierno. La respuesta no es difícil de imaginar: “Diocleciano decidió que la deflación, reduciendo los costos del gobierno civil y militar, era imposible”.