Mañana se conmemora el 25º aniversario de la caída del Muro de Berlín. Sin temor a las paradojas fue denominado por sus constructores como Muro de Protección Antifascista, aunque en Occidente se lo conoció -mucho más acertadamente- como Muro de la Vergüenza. Formó parte de las fronteras internas de Alemania durante 28 años por decisión de la República Democrática Alemana (RDA) y como intento de poner un límite al masivo éxodo que ciudadanos de Alemania Oriental emprendían hacia la República Federal Alemana (RFA) a través de Berlín. Su caída implicó el desmoronamiento final de la URSS y de los regímenes de aquellos países que habían adherido al Pacto de Varsovia. La puerta de Brandenburgo será seguramente el epicentro de los festejos por ser ésta un emblema de la unión entre los alemanes. ¿Tendremos los argentinos un símbolo de tamaña importancia como para que nos oriente durante los próximos años? Continuar leyendo
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Tensar la cuerda
Algunos de los que la conocen aseguran que Cristina Kirchner nunca va a patear el tablero. Incluso en ciertas declaraciones públicas donde arremete contra posiciones extremas de la izquierda política, en sus expresiones de fe capitalista o en su reconocimiento al necesario fin de lucro empresario, ciertamente daría la sensación de ser una presidente que pretende actuar dentro del sistema democrático liberal. Tal vez este sea el motivo por el cual los mercados le han dado al kirchnerismo más votos de confianza de lo habitual para un gobierno que en los hechos siempre ha buscado entorpecer el libre juego del mercado. Sin embargo, en todos estos años, la mayoría de los medianos y grandes empresarios han optado por hacer la vista gorda – ya sea por temor al castigo o para sacar provecho del maná estatal- al daño permanente y por goteo que el kirchnerismo causó en el sistema político y económico del país y que se ha acelerado en los últimos años.
Linchamiento a la razón
Mucho se ha hablado y escrito en estos días sobre los linchamientos, seguidos o no de muerte, que se produjeron en varios lugares del país. Rosario, Río Negro, La Rioja y la Ciudad de Buenos Aires fueron algunos de los hechos registrados que tomaron notoriedad por estos días. Estos lamentables acontecimientos destaparon a su vez una serie de temas subyacentes que podrían haber impulsado un interesante debate público y privado que ciertamente necesita de algunas condiciones, que por ahora no tiene, para que sea edificante.
La discusión en los medios de comunicación mostró la incapacidad o falta de voluntad de los responsables para acercar personas capaces de aportar una mirada cuando menos informada sobre el tema y han optado, por el contrario, por convocar una multitud de interesados y advenedizos inmersos en una lucha por evitar que la situación perjudique sus intereses o posiciones ideológicas tomadas de antemano. Si a esto le sumamos que la mayoría de los actores políticos pusieron por encima de la búsqueda de la solución o la explicación del fenómeno sus propios beneficios y trataron de aparecer ante la opinión pública como los más cercanos a sus necesidades o bien como aquellos domadores bien pensantes necesarios para encausar una moral colectiva desvariada, la comprensión del tema resulta prácticamente una quimera. Justicia por mano propia, miedo generalizado a ser víctima de un delito, desconfianza en la actuación de la policía y la justicia, legítima defensa, discurso político, federalismo (¿a quién le corresponde brindar seguridad?) fueron discusiones que se dispararon a partir de estos acontecimientos hasta formar un combo quizás más virulento e incomprensible que los propios linchamientos.
Previo a la discusión de un fenómeno es importante al menos precisar los términos. El concepto de justicia por mano propia (usado hasta el hartazgo) no tiene ninguna entidad puesto que acarrea una intrínseca contradicción. Es obvio que una sociedad civilizada no puede apostar por la venganza como forma de hacer justicia. Otra cuestión es la legítima defensa ante un hecho del que se es víctima, lo cual está tipificado en nuestro código penal. También vale recordar que es lícito, y deseable siempre y cuando no corra riesgo la propia vida, detener in fraganti a quien comete un delito aunque esto implique aplicar algo de violencia para ello (tal como hicieron de acuerdo a las crónicas disponibles el encargado de edificio, Gerardo Romano y el policía en los hechos producidos en la C.A.B.A.). Bajo esas circunstancias, cualquier ciudadano está amparado para convertirse en un agente estatal con licencia para evitar la comisión de un delito.
Otro de los conceptos que debería tenerse en cuenta tiene que ver con la diferencia que existe entre tratar de entender un fenómeno social y justificar ese fenómeno. En la mayoría de los debates acerca del tema que nos ocupa, los interlocutores no pudieron o no quisieron comprender esto por lo cual se establecieron diálogos absolutamente ilógicos y absurdos. En este mismo sentido, es valioso intentar conocer los mecanismos que pueden llevar a una persona o a un grupo de ellas a comportarse de una manera que no les es habitual. Decir esto no es justificar un delito (como efectivamente es un linchamiento) sino que es tratar de buscar las causas que lo provocan. Por eso, ha sido carente de valor la chicana usada por comunicadores y políticos para acusarse mutuamente de favorecer una (pro linchamientos) u otra (pro delincuentes) postura. Hay que comprender que las reacciones de estos vecinos en los barrios donde se produjeron estos hechos encierran una serie de factores desencadenantes que podríamos resumir en miedo a transitar libremente por las calles sin ser víctimas de algún de delito, bronca por observar la constante repetición de estos acontecimientos y desazón por comprobar que aquellos que cometen los delitos son siempre los mismos y que, o bien la policía no hace nada por detenerlos o bien esa detención implica para quien delinque un mero trámite burocrático que los retiene un par de horas en la comisaría de la zona (tal como pasó con los dos casos porteños.). Hay también allí algunos aspectos que los especialistas de la sociología, la psicología y la psiquiatría pueden aportar para entender qué es lo que sucede con un individuo cuando forma parte de una horda, pero para eso deberíamos estar dispuestos a escucharlos.
Bajo este esquema de confusiones cruzadas, lo menos que se le puede pedir a la máxima autoridad del país es que aporte claridad y sincera mesura. En un contexto de alta conflictividad social, proponer el análisis de la situación bajo una mirada clasista (impropia incluso dentro de la matriz política-ideológica con la cual la presidente siempre se ha identificado) no sirve más que para avivar el desconcierto y el resentimiento mutuo. Si efectivamente esa es la explicación que los gobernantes encuentran para estos hechos de violencia, debemos colegir que los mismos no tienen posibilidad de ser solucionados. No es aceptable tampoco que luego de once años de gobierno, la presidente se haya convertido en analista y comentarista de una realidad en la cual tiene central responsabilidad.
Es evidente que tanto la justicia como los códigos que la regulan requieren una inmediata reforma y para eso es necesario abrir la discusión. Como ejemplo de lo imprescindible que es introducir un cuerpo sensato y estudiado de modificaciones en el código penal y de procedimientos vale apuntar que, en la jerga, los propios delincuentes llaman irónicamente a sus abogados como laboralistas en lugar de reconocerlos como penalistas. Ellos han encontrado y naturalizado en el delito un modo de vida tan habitual que les permite considerarlo una actividad similar a la de cualquier trabajador. En este contexto está claro que el incentivo para delinquir es mucho mayor que el riesgo de un castigo. Habría que entender que aquellos estamentos del Estado que deben ocuparse del fenómeno de la violencia y la inseguridad han caído en un proceso de impotencia que nos sugiere colocar nuestras esperanzas en el freno moral que una persona puede tener para no cometer delitos, lo cual es a todas luces insuficiente.