En el año 2006, por invitación del gobierno japonés, participé de un encuentro de legisladores y funcionarios descendientes japoneses de Latinoamérica. En dicha oportunidad, visitamos la Provincia de Hiroshima y en especial, pudimos recorrer el Museo Histórico y los restos del único edificio -donde funcionó la Cámara de Comercio de la localidad- que aún se mantiene como mudo testigo de la primer bomba atómica que se uso contra seres humanos.
Al comenzar el recorrido del museo, un guía nos narraba que el día 6 de agosto de 1945, cercano a las 8 de la mañana, se produjo la caída de la bomba atómica, un hongo de fuego que destruyó en 15 segundos la ciudad de Hiroshima, dejando un desierto de cenizas y cadáveres horriblemente quemados.
Muy pocos sobrevivieron, por desgracia. Otros, fueron aniquilados por el fuego y la descarga expansiva de mas de 30 km, que alcanzó a destruir vidrios que luego se incrustaron en los cuerpos de los seres humanos. Los pocos sobrevivientes, que por días y semanas quedaron sin agua ni comida, sufrieron las consecuencias de esta catástrofe; sentimentales, psicológicas, como biológicas y genéticas. Las quemaduras aniquilaron sus células para siempre, sin posibilidad de poder cicatrizar y con graves infecciones, incurables.
El agua lluvia que bebieron a las horas de la explosión era altamente tóxica y sus vidas corrieron peligro genético. Con el pasar de los años, nacían bebés deformados, los que vivían unos pocos años. El aire que respiraban secaban sus pulmones cada día más y el cáncer era inevitable. El daño psicológico fue la parálisis total de los sobrevivientes y los rescatistas no podían creer lo que veían y se sentían impotentes ante tanto dolor y horror.
Se calcula que los muertos sumaron más de 130.000 en ese momento, pero hay personas que, aún hoy, siguen padeciendo enfermedades por las secuelas de la explosión atómica. Tras conocer el horrendo espectáculo, el director del equipo científico que inventó la bomba atómica, el Dr. Robert Oppenheimer, reclamó que se pusiese las armas nucleares bajo estricto control internacional, pero ya era tarde, pues habían pasado a ser instrumentos políticos de los gobiernos.
Una de las escenas que me causó gran dolor fue ver en el museo una viandera de metal que, a pesar de estar toda doblada por el calor de la bomba, tenia aún grabado el nombre del niño, que en ese momento iba a la escuela pero que no llegó a ella. Ni siquiera pudieron rescatar su cuerpo, ya que el mismo fue destruido por el fuego y consumido por el excesivo calor que produjo la misma. Este elemento fue aportado por su hermano mayor, quien relató el hecho luego que saliera a buscar a su pequeño hermano y solo encontrara su viandera, la que identificó por el tallado del nombre en la parte superior, que él le hiciera. Muchos relatos y vivencias del horror que se vivió están como testimonio, de cuando la ciencia se utiliza para crear el mal y no para beneficio de la sociedad.
Hoy en día, nada preocupa tanto a los fines de la seguridad mundial como la cuestión de las armas nucleares y la amenaza que ellas representan, dado su poder de exterminio de toda la civilización humana y de todo ser viviente.
La persistencia de los conflictos exige a las naciones la compra de más armamentos y la tenencia de armas nucleares, lo cual alimenta a perpetuidad la espiral de violencia. Recordemos la reciente declaración de Corea del Norte sobre el armado y la posesión de potentes bombas atómicas, una clara amenaza hacia todos los países vecinos. Por otro lado, a fuerza de desviar hacia partidas militares fondos públicos destinados a fines sociales y económicos, se termina generando el agotamiento de recursos que deberían servir para atender necesidades básicas de la población. Este empobrecimiento amenaza la estabilidad social y el desarrollo, que son dos condiciones sobre las cuales se asienta la idea de la paz.
Para arribar a una solución definitiva y de alcance mundial es indispensable abolir las armas nucleares. Esta meta expresa, al mismo tiempo, la firme determinación del hombre de poner término a una cultura de violencia, respetando la dignidad de la vida y luchando activamente para la construcción de un mundo sin guerras.
Es por ello que cada 6 de agosto el pueblo de Hiroshima ora por la Paz y repite sin cesar: “Nunca más Hiroshima”. De igual manera, cada uno de nosotros debe unirse a esta prédica, aprendiendo de la historia y comprendiendo que la seguridad significa resguardo contra la amenaza de la enfermedad, el hambre, el desempleo, el delito, el conflicto social, la represión política, la destrucción del medio ambiente y erradicar la cultura de la violencia.