No es cierta la premisa de que sólo los fanáticos del fútbol, es decir, aquellos que siguen religiosamente los campeonatos nacionales y de otros países, tienen autoridad y conocimientos para opinar en las Copas del Mundo. En realidad, en la actualidad la alta tecnología en la transmisión de los partidos permite que cualquiera que mire atentamente el juego pueda hacerlo. Pero además, en mi caso, a pesar de no ser una especialista en el tema, cuento con una extraordinaria ventaja genética y es que mi abuela sabía mucho de fútbol, pero de otro fútbol, el aprendido a la vera de la apotrerada cancha de Huracán, mate en mano y llena de tierra.
La historia es así: dos hermanas de mi abuela “afilaban” con jugadores del Globo y una de ellas, Sara Míguez, la menor y la más linda, se casó con el legendario Cesáreo Onzari, cuya foto pueden ver en Wikipedia, en cuclillas, los codos apoyados en las rodillas, una pierna más doblada que la otra, la mirada masculina que se repitió en mis tíos, y el pelo engominado con la raya bien derechita, el cuellito redondo de la camiseta y las rodillas portentosas.
Mi tío abuelo pasó a la historia del fútbol por haber convertido el primer gol del mundo directo desde el córner. Esta increíble jugada que presenciaron boquiabiertos 30 mil espectadores en el minuto 15 del primer tiempo entre la selección argentina y la uruguaya –que al ser campeona olímpica le dio el nombre al gol– aconteció el 1 de octubre de 1924. Hasta ese momento, el reglamento decía que el córner era un tiro indirecto, cuya validez dependía de que la pelota contactara con un jugador antes de entrar en el arco; pero, como les decía, a partir de esta histórica jugada, el reglamento cambió y pasó a llamarse “gol olímpico”.
Lo cierto es que la sabiduría futbolística de mi abuela se formó a la vera de la cancha desde la cual observaba atentamente los partidos. ¿Qué vería mi abuela desde allí? ¿Qué tipo de impronta habrá determinado ese punto de vista lateral y al ras del campo de juego?, aunque en ocasiones especiales se sentara en las incipientes gradas en las que se arremolinaba una tremenda polvareda que se le filtraba por el pañuelito con el que se protegía el pelo. ¿Por qué nunca quiso ver los partidos por televisión, ni siquiera en el Mundial del 78, cuando mi papá compró el televisor a color y ella prefirió mantenerse, como todos los domingos de mi infancia, con la radio pegada a la oreja, imaginando las jugadas que otros relataban?
Por eso sostengo que en la actualidad y con la tecnología de las transmisiones televisivas y las cámaras aéreas, opinar sobre las jugadas no es sólo patrimonio de especialistas; de hecho, como quedó demostrado en la mediocre transmisión de Fútbol para Todos, cualquiera puede ser “speaker”, como diría mi abuela, y vislumbrar la estrategia del juego, como si se tratara de una especie de tablero de ajedrez en el cual las piezas se mueven con una lógica previsible. Y lo opuesto también sucede, ya que es posible discutir sobre el detalle abrumador, el pisotón sutil, el mordisco improvisado, el rodillazo en la cabeza, el revolcón circense, porque de tan cerca, ¿quién puede asegurar qué cosa es verdad y qué es mentira?
Digamos, entonces, que ahora es muy fácil hablar de fútbol y relatar un partido. Pero antes, cuando sólo se contaba con dos ojos y una perspectiva lateral única, había que saber mucho, como sin duda sabía mi abuela a la que recuerdo relatándome con lujo de detalles el trágico desenlace del partido en el que Uruguay nos ganó la final 4 a 2, en el primer Mundial de Fútbol organizado por la FIFA en 1930. Cuentan las crónicas que los hinchas argentinos, rabiosos por la derrota, ocasionaron todo tipo de desmanes, como el ataque a la embajada uruguaya que casi le cuesta a la Argentina un problema diplomático con el país vecino. Nada dicen en cambio de lo que según mi abuela fue un espectáculo único y grandioso: las mujeres argentinas en un acto de furia colectiva, sacándose la bombacha y arrojándola impúdicamente a la cancha ante la mirada escandalizada de los hinchas uruguayos.