Los recientes atentados en Túnez, Francia y Kuwait ya tienden a ser percibidos con la falta de sorpresa que conduce a la naturalización de las cosas aún más horribles. La perversa estupidez de Victoria Xipolitakis está recogiendo más espacio en los medios que estas tragedias que costaron vidas humanas inocentes.
Y de nuevo, las reacciones en Occidente han recorrido el entero espinel de posibilidades, desde la indignación del “ojo por ojo” hasta esa suerte de síndrome de Estocolmo colectivo que Jorge Raventos denunciara cuando las Torres Gemelas.
Aunque la malentendida progresía bienpensante continúa declamando que no debe juzgarse a nadie por sus creencias aunque maten gente, en la sabiduría popular (¿existe otra?) crece el interrogante de que no todos los musulmanes son terroristas, pero parece que demasiados terroristas son musulmanes: resulta innegable que al siglo XXI le ha tocado padecer muchos más crímenes invocando esa justificación religiosa que cualquiera de las demás, incluso si se las suma.
La culposidad occidental por el todavía reciente colonialismo y nuestros propios crímenes para robarles petróleo y demás riquezas no parece explicar, en lo esencial, este fenómeno asesino. Y remontarse al Antiguo Testamento (que compartimos con los musulmanes) y de allí al Corán para alegar que se trata de una fe esencialmente maligna tampoco resiste un análisis medianamente serio. En Occidente también tuvimos olas de fanatismo religioso que condujeron a violaciones igual o más profundamente abominables. Continuar leyendo