En veintiún años de gobierno, la Provincia de Buenos Aires tuvo exactamente el mismo número de responsables en la cartera de Seguridad. Veintiún ministros en veintiún años. En términos estadísticos, podría decirse que ninguna persona aguantó durante más de un año la presión que significa ocupar un sillón calificado como “el más caliente de la política argentina”.
Entre 1992 y 2013, desempeñaron el cargo tres jueces federales, un procurador general, un fiscal federal, un diputado provincial, un diputado nacional, un militar golpista, un comisario de los duros, un especialista en asuntos agrarios y cinco intendentes (los cinco del conurbano).
De todos ellos, el ministro que más tiempo estuvo en el cargo fue también, y quizás no casualmente, el más reformista: León Arslanián. El ex juez del juicio a las juntas ocupó el cargo de ministro de Seguridad a lo largo de tres años y ocho meses de gestión, entre abril de 2004 y diciembre de 2007, superando crisis realmente complejas, como el explosivo brote de secuestros, el ascenso de la piratería del asfalto y la resistencia al cambio de ciertos sectores policiales. Lo secunda en la lista Ricardo Casal, quien condujo la política de seguridad bonaerense entre mayo de 2010 y septiembre de 2013.
Sin embargo, los períodos largos fueron la excepción. Muchos ministros ejercieron el cargo unos pocos meses. Osvaldo Lorenzo duró 60 días en 1999 y renunció luego de la Masacre de Ramallo. Carlos Soria, el fallecido gobernador de Río Negro, estuvo tres meses y más tarde pasó a la SIDE con el presidente Eduardo Duhalde. Luis Genoud ocupó el ministerio en los primeros seis meses de 2002, y renunció luego del asesinato de los militantes del MTD Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Raúl Rivara no llegó a los cuatro meses y salió del cargo luego del secuestro seguido de muerte del joven Axel Blumberg en marzo de 2004.
El ex intendente de Hurlingham Juan José Álvarez aceptó el cargo en dos oportunidades. Su desempeño duró poco: menos de 30 días en 2001 y poco más de tres meses en 2002. Durante la segunda intervención, el equipo de Álvarez puso en marcha el sistema de vigilancia policial por cuadrículas que se utiliza hasta el día de hoy. Más tarde, su colega de Ituzaingó, Alberto Descalzo, ocupó el ministerio unos 15 días. Finalmente, el 1º de abril de 2004, la vicegobernadora Graciela Gianettasio se anotó el récord de permanencia mínima: fue ministra de Seguridad por 24 horas.
El inestable derrotero de sus hombres y mujeres es un emergente de la historia oscilante de las estrategias de seguridad. Lejos de agotar el debate, creo que hay dos cuestiones estructurales (profundamente políticas) que vale la pena tener en cuenta para pensar en la seguridad de cara al futuro.
Como tema de agenda, la inseguridad es aún un problema joven. Empezó a instalarse en la segunda mitad de los años ochenta y explotó en la década del noventa con el colapso de la corrupción policial. La crisis de 2001/2002 desató otra tormenta. Delitos como hurto, robo, homicidio doloso, secuestro y piratería del asfalto, alcanzaron sus picos históricos en esos años. Cada crisis decantó en un cambio de estrategia. Y a veces en varios.
No es sencillo construir consensos en esas condiciones. Aun así, el Acuerdo para la Seguridad Democrática, firmado en diciembre de 2009 por una amplísima gama de actores políticos, constituye quizás el ejemplo más acabado de que es posible alcanzar un piso de acuerdos que trascienda la legítima competencia electoral. Es cierto: algunos de los firmantes, en la campaña de 2011, estuvieron peligrosamente al borde de borrar con todo el cuerpo lo que firmaron con la mano. Pero eso no invalida la estrategia. La construcción de compromisos amplios es el camino correcto.
La juventud del problema tiene una segunda consecuencia. Todavía carecemos de una masa crítica de cuadros de gestión. Así, el segundo desafío consiste en profesionalizar la administración de la seguridad. Muchos integrantes de la primera generación de especialistas argentinos provinieron del mundo de las ciencias sociales y el derecho. Se volcaron al estudio de las cuestiones policiales luego de haber estudiado las relaciones cívico-militares en el contexto de la transición a la democracia.
No eran más que un puñado de estudiosos. Pero su compromiso bastó para empujar las primeras experiencias de reforma policial. Ellos abrieron un camino que hoy empieza a recorrer una segunda generación. En los últimos años, muchísimos cientistas sociales se volcaron a la investigación del tema desde las universidades. Del mismo modo, una cantidad creciente de jóvenes se ha incorporado en estos años a la gestión de la seguridad en los organismos estatales. En esos dos universos reside el embrión de una mejor burocracia.
Para avanzar, ambos desafíos dependen el uno del otro. Es difícil construir consensos básicos si personas de carne y hueso (políticos y académicos) no los empujan con militancia, compromiso y buenos argumentos. Y es casi improbable que la sociedad confíe en los especialistas si los consensos políticos son débiles y el debate sobre la inseguridad sigue desarrollándose en un vacío argumental que se llena con el miedo. Profesionalizar y consensuar. Es la tarea.