Francisco Franco murió en 1975, seguro de que el futuro de España estaba “atado y bien atado”. Nunca he creído la hipótesis de que el Caudillo preparó una transición post mórtem hacia la democracia. Franco era un hombre de orden y cuartel, melancólicamente convencido de que los “demonios familiares” del separatismo y la anarquía inevitablemente conducirían a los españoles a la catástrofe, a menos que una mano dura lo evitara.
Afortunadamente, Juan Carlos, el joven Borbón seleccionado, educado y designado por Franco para continuar su régimen autoritario al frente del Estado, tenía una idea diferente de España. Sabía que sólo podía o valía la pena reinar en una nación democrática en la que la Corona estuviera subordinada a la Constitución y al Parlamento, como era la norma en el norte de Europa occidental.