Aislacionismo contra internacionalismo en EEUU

Estados Unidos se recoge. Pasa cada cierto tiempo. Existe en el país una vieja pulsión hacia el aislacionismo que comienza con George Washington y resurge intermitentemente. Mind your own business es la frase más norteamericana posible: “ocúpese de sus propios asuntos”.

Barack Obama se mueve en esa dirección. Llegó al poder decidido a cancelar las dos guerras (Irak y Afganistán) en las que su país se había empantanado. Casi lo ha logrado (con el aplauso de la mayoría, todo hay que decirlo). El entusiasmo bélico de los norteamericanos es como las series de televisión: dura trece semanas.

Cuando se despida del poder, en el 2017, de acuerdo con un estudio publicado por Heritage Foundation, el ejército tendrá apenas 450,000 soldados dispuestos a pelear, incardinados en 30 brigadas de combate. Seguirá siendo la fuerza militar más importante del planeta, probablemente invencible, pero será un 20% menor de lo que era cuando Obama se convirtió en su Comandante en Jefe.

Obama quería cerrar la cárcel de Guantánamo y antes de terminar su mandato acabará devolviendo esas instalaciones militares a los Castro. Su nueva política cubana consiste en eliminar unilateralmente cualquier vestigio de hostilidad militante hacia la dictadura aunque sacrifique a los demócratas cubanos. Eso quiere decir su cancelación del objetivo de “cambiar el régimen”.

Sus acuerdos con Irán van en la misma dirección. A la Casa Blanca no le importa debilitar hasta la extenuación sus relaciones con Israel a cambio de cancelar los conflictos con los ayatolás. Ni siquiera le preocupa excesivamente que saudíes, egipcios y turcos acaben desarrollando bombas atómicas sunníes para oponerlas a las chiítas que inevitablemente fabricará Teherán.

Esta tendencia aislacionista arraiga en la autopercepción de la clase dirigente de Estados Unidos. Para los padres fundadores “el pueblo americano” (los blancos, claro) estaba formado por una sociedad compuesta por personas pacíficas dedicadas al trabajo en el campo y al comercio. Esa era la visión de Thomas Jefferson. Una dulce Arcadia rural. Pensaba que su país debía ejercer una gran influencia internacional, pero por el ejemplo de sus virtudes republicanas y no por la fuerza.

Aunque había otras visiones. En la primera mitad del siglo XIX se afianzaron los idealistas, muy dentro de la filosofía política inglesa de la época. Estos norteamericanos creían en el carácter diferente de Estados Unidos. Era una nación distinta escogida por la Providencia para mejorar a los seres humanos. El país estaba llamado a guiar al mundo hacia el desarrollo, la democracia, la ley y la libertad.

En 1839 un periodista acuñó la expresión: el Destino Manifiesto. La nación debía civilizar al planeta. La consigna sirvió para justificar la anexión de Texas y del norte de México. También se trataba de una responsabilidad racial. Los blancos debían cargar con el peso de esa obra civilizadora. En 1899, Ruyard Kipling escribió unos versos defendiendo la grandeza de la conquista de Filipinas por Estados Unidos, arrebatada a España: The White man´s burden. A Teddy Roosevelt le pareció un mal poema, pero una excelente coartada política.   

Poco antes, en 1893, los colonos norteamericanos, aliados a los misioneros religiosos, le habían dado un injustificado aunque incruento golpe militar a la muy creativa reina hawaiana Liliuokalani, escritora y compositora. El presidente norteamericano Grover Cleveland se horrorizó y se negó a aceptar el cuartelazo. Le tocó a su sucesor William McKinley incorporar el archipiélago al territorio de Estados Unidos y extenderles la ciudadanía a sus habitantes.

Sin embargo, no fue hasta 1959, dos años antes del nacimiento de Obama, que Hawai se convirtió en el 50 estado de la nación. Siempre he pensado que el factor hawaiano debe haber pesado mucho en la percepción que tiene el presidente de la historia de su país y de su propio papel dentro de ese relato. ¿Qué tiene que ver un hawaiano birracial, hijo de un keniano, pasado por Indonesia, con John Adams o con Andrew Jackson?

En Hawai uno no nace y crece celebrando a la nación sino conmemorando rencorosamente el pecado imperialista original. El territorio es lejano y diferente al estereotipo estadounidense, la composición étnica es distinta, nunca hubo esclavitud ni Guerra Civil, y la regla general es el mestizaje. Hasta Pearl Harbor, era un Estado sin batallas y sin héroes gloriosos que prefería el hulahula a las marchas militares.

Dentro de esas circunstancias, era predecible que Obama basculara hacia el aislacionismo, como hoy sucede con medio país. Por supuesto, eventualmente el péndulo se trasladará en la otra dirección y otros gobernantes, como en su momento hicieron Harry Truman y John F. Kennedy durante la Guerra Fría, asegurarán que la misión de Estados Unidos es defender la libertad en el mundo. El internacionalismo no está permanentemente agotado. Sólo se ha apagado provisionalmente.

Obama, entre el sheriff y el predicador

Barack Obama llegó a la Casa Blanca decidido a terminar con el injerencismo norteamericano. Se largaría de Irak y de Afganistán. Cerraría la cárcel de Guantánamo. Ignoraría el espasmo imperial de Putin o los exabruptos de Chávez y sus cómplices del Socialismo del Siglo XXI. Su divisa era “mind your own business”, ocúpate de tus propios asuntos.

Seguramente, le parecía ingenua la pretensión de George W. Bush de sembrar la democracia en el Medio Oriente. ¿Con cuáles demócratas? Obama formaba parte de esa extensa zona de la sociedad norteamericana que no comparte la idea de que Estados Unidos es un país excepcional, sino otra nación más, con intereses, virtudes y defectos, como les dijo a los mandatarios latinoamericanos cuando se reunió con ellos en Trinidad-Tobago, advirtiéndoles que los dejaba a la buena de Dios.

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