Oficialmente, Salvador Sánchez Cerén, el candidato del FMLN, ganó las recientes elecciones salvadoreñas. Así lo declaró el Tribunal Supremo Electoral del país frente a las impugnaciones de ARENA. La diferencia entre los dos partidos apenas excedió de seis mil votos. Una increíble minucia cuando se sabe que votaron casi tres millones de personas.
ARENA pidió el recuento de todas las boletas y no se lo concedieron. La ley no estaba de su parte. Norman Quijano tuvo que conformarse con una victoria moral. Nadie esperaba un resultado de esa naturaleza, especialmente porque el FMLN le había sacado más de diez puntos en la primera vuelta. Parece que el cruel matadero venezolano de estos días les recordó a los salvadoreños que el radicalismo revolucionario puede acabar en un baño de sangre.
Ahora Sánchez Cerén, comunista, exguerrillero, se enfrenta a un amargo dilema. A partir de junio, cuando asuma oficialmente la presidencia, ¿se dedica a hacer la revolución que le pide su corazoncito marxista-leninista? ¿O acepta que el suyo es un país muy pobre, dolarizado, abatido por los mareros, dividido en mitades hostiles, y cuya principal fuente de ingresos son las remesas de los emigrantes, panorama que desaconseja agregar una peligrosa fricción política que puede, otra vez, desencadenar la violencia?
Sería el cuarto de los hijos de Fidel Castro colocado en esa tesitura. Los otros tres optaron por abrazarse a la realidad y abandonar la utopía.
El uruguayo José (Pepe) Mujica es uno de ellos. La revolución cubana le sorbió el seso, como a Don Quijote los libros de caballería, y cuando era joven acabó embarcado en la sangrienta aventura de los tupamaros, grandes culpables del descalabro de la ejemplar democracia uruguaya. Mujica, que participó en hechos violentos, pasó 15 años en la cárcel. Cuando terminó la dictadura militar se integró en la vida política del país y se colocó bajo la autoridad de la Constitución. Una vez instalado en la presidencia ha respetado las reglas del juego y ha tenido un manejo ortodoxo de la economía. Por eso Uruguay, en el 2013, fue la nación latinoamericana que recibió más inversión extranjera per cápita. Mujica había aprendido la lección. Fidel Castro y su tiranía eran antiguallas de un pasado remoto.
Otro es la brasilera Dilma Rousseff. Fue una chiquilla comunista vinculada a la Vanguardia Armada Revolucionaria (VAR-Palmarés), un grupo marxista-leninista que asaltó bancos, mató y secuestró aviones. Era hija de un comunista búlgaro, Pedro Rousseff, emigrado a Brasil. A los 23 años de edad, los militares brasileros, que secuestraban y asesinaban a sus enemigos, encarcelaron a Dilma y probablemente la torturaron. Salió de la cárcel tres años más tarde, terminó sus estudios de economía y en su momento se incorporó al Partido de los Trabajadores de Lula da Silva. Cuando la eligieron Presidente también optó por olvidarse de sus fantasías castro-guevaristas de la juventud. La realidad brasilera, inserta en el mundo del poscomunismo, no le permitía apostar en la ruleta revolucionaria. No se alejó mucho del modelo dejado por Fernando Henrique Cardoso, luego continuado por Lula da Silva.
El otro de los hijos “realistas” (o renegados) de Fidel Castro es el nicaragüense Daniel Ortega. Como Mujica y Rousseff, Ortega formó parte de la violencia sandinista y estuvo preso siete años por asaltar un banco durante la dictadura de Somoza. En la década de los ochenta, tras el triunfo de la insurrección, le tocó presidir por primera vez a Nicaragua y aprender sobre la marcha. Fue el curso de gobierno más costoso de la historia. Destrozó al país, pero tal vez aprendió todo lo que no se debe hacer. Cuando volvió al poder en el 2007 (gracias a la asombrosa torpeza de la oposición liberal), Ortega sabía que el 66% de la población estaba en contra de cualquier proyecto revolucionario. No le importó. Más pragmático que fanático, ya no tenía la intención de ser como Fidel Castro. Quería parecerse a Somoza. Perpetuarse en el poder, pero sin romper con el sector empresarial ni con los Estados Unidos, mientras saqueaba meticulosamente a Chávez y daba gritos antiimperialistas.
¿Será Sánchez Cerén el cuarto hijo renegado del castrismo? ¿Se perderá en el trayecto buscando una revolución imposible, o advertirá que ése es el camino de la turbulencia y la muerte, como sucede en la Venezuela de Maduro? Falta poco tiempo para saberlo.