Educar para la tolerancia

Cuando yo era muy joven, hace medio siglo, los cómicos y el público se reían de los cojos, jorobados, negros, chinos, bizcos, homosexuales, tartamudos y fañosos. También de los curas y las monjas. Creo que sobreviven los chistes étnicos, especialmente los de “gallegos” (que son los mismos de los “polacos” o de los “pastusos” colombianos), pero cada día con menos adeptos. Hoy ese humor es de mal gusto.

Había en La Habana de entonces un hilarante programa de televisión titulado “A coger al enano”. Soltaban en un barrio popular a un diminuto actor –risueño, cabezón, de brazos y piernas cortos–, y al que lo llevara cargado al estudio le daban 100 dólares.

Al pobre hombrecito casi lo destrozaban en la aventura todas las semanas. Recuerdo haberlo visto desde mi autobús escolar, con un puro en la mano, gritando en medio de una turba que se lo disputaba a empellones.

Ya no es posible repetir esa expresión cruel del humor. Los críticos lo calificarían como una agresión a la dignidad de una persona afectada por acondroplasia.

Probablemente tienen razón. La sensibilidad ha cambiado mucho. ¿Qué ha pasado? Aceleradamente, en el curso de dos o tres generaciones, en medio planeta, quizás por influencia norteamericana, la sociedad se ha hecho multiculturalista, multiétnica y mucho más aceptante. Ya no se puede o debe ofender a nadie.

El problema radica en quién determina lo que es ofensa, cómo se impide o cómo se castiga. ¿El propio afectado se convierte en juez? No parece razonable. Cuando un energúmeno decide “vengar” al profeta Mahoma porque unos dibujantes lo han pintado y ello se prohíbe en el Corán, ¿tiene alguna justificación la represalia?

Por supuesto que no. La misma que hoy tendría que un cristiano ejecutara a un hereje por no comer carne de cerdo, como hicieron hasta entrado el siglo XVIII. (“Yo te untaré mis obras con tocino/ para que no me las muerdas, Gongorilla” le advertía irónicamente el antisemita Quevedo al judaizante Góngora para que no lo plagiara).

Todas las religiones están llenas de prohibiciones o imposiciones arbitrarias. Es conveniente predicar cierto amable respeto a esas costumbres, pero, simultáneamente, hay que enseñar a quienes las practican que no deben responder violentamente a quienes se burlan de ellos.

La tolerancia pasa por admitir, incluso, a los intolerantes, e ignorar a los irreverentes. La misma Charlie Hebdo que se burlaba de Mahoma, poco antes había tenido el mal gusto de dibujar en portada un menage a trois en el que el Padre era penetrado por el Hijo, mientras el Espíritu Santo sodomizaba al Hijo.

Evidentemente, existían unos cuantos millares de franceses que encontraban alguna diversión en esa caricatura, pero, para la mayoría, lo que en el pasado se hubiera considerado sacrílego, apenas era ya una tonta grosería a la que no había que darle importancia.

A los cristianos seguramente les mortificaba el dibujo, pero la madurez cívica consiste en entender que, en realidad, no existen los delitos de opinión más allá de nuestra subjetiva fantasía.

¿Se puede educar para la tolerancia? Yo creo que sí. Si estuviera en mi mano inculcarles a los jóvenes y adultos una sola lección, un texto de apenas mil palabras,  los invitaría a leer y discutir las “Once creencias irracionales básicas” de Albert Ellis, fácilmente accesible en Internet. Y no sólo porque le conviene al conjunto de la sociedad por el clima pacífico que genera, sino porque me parece vital para desarrollar una personalidad equilibrada y aceptante, a prueba de frustraciones y neurosis.

Toda la obra de Ellis, un gran psicólogo, creador de la “Terapia Racional Emotiva”, está basada en enseñarnos a descubrir las ideas absurdas y a luchar contra ellas, y no hay expresión más peligrosa ni más absurda que ésa de los que aseguran que es “la voluntad de dios”.

Si hay ideas completamente desquiciadas, totalmente irracionales, son las que depositan el honor personal o la felicidad en la supuesta complacencia de un ser superior o en los textos sagrados que éste inspirara, de acuerdo con las convicciones del creyente.

Educar para la tolerancia es educar para la duda y el escepticismo. Lo que nos matan son las certezas y las verdades absolutas. Hay que huir de ellas como de la peste. Ese mensaje está en Ellis. Vayamos en su búsqueda antes de la próxima matanza.

Amenaza islamista contra el Papa Francisco

Los islamistas radicales quieren matar al papa Francisco. Lo advirtió el diario italiano Il Tempo. No me extraña. El enemigo permanente de estos anacrónicos personajes es el cristianismo, no los judíos. Los judíos no hacen proselitismo. No quieren convencer a nadie de nada. Sólo puede pertenecer a ese pueblo el que nace de madre judía. La conversión es posible, pero complicadísima. Los judíos ocupan un pequeño territorio que alguna vez estuvo islamizado y debe ser recuperado para la fe de Mahoma, porque así lo prescribe el Corán, pero nada más.

Para los salafistas la bestia negra que hay que extirpar es el cristianismo y Francisco es su principal cabeza. Por eso quieren arrancársela de cuajo. Abu Bakr al-Baghdadi, el Califa del Estado Islámico, ya ha dicho que se propone conquistar Roma. Es un doctor en estudios coránicos. Eso lo hace más peligroso y delirante. Arrastra hasta nuestro días una visión histórica fijada en los siglos medievales –del VII al XI—en que hubo una civilización islámica hegemónica que contribuyó a definir a Europa como “la cristiandad”.

Europa fue otra cosa a partir del acoso musulmán. Se produjo una reacción especular. Acabaron pareciéndose al enemigo. Hasta la conquista de España por los árabes en el 711, la Península se percibía como un reino godo que continuaba la tradición romana. Pero “los moros” combatían en medio de algarabías, ensoñaciones mágicas y promesas de paraísos repletos de virginales hurís, asegurando que “Alá es el único Dios y Mahoma su profeta”. Era la yihad. La guerra santa. Peleaban por designio de Alá, según les aseguraba Mahoma en el Corán.

Los hispanogodos, por la otra punta del conflicto, aprendieron la lección y entonaron con emoción el lema de “Santiago y cierra (ataca) España”. Santiago fue uno de los apóstoles de Jesús. Supuestamente, estuvo en España. Cuenta la leyenda cristiana que en el siglo IX se apareció en la Batalla de Clavijo sobre un imponente caballo blanco, blandiendo una refulgente espada de plata con la que degolló 70 000 sarracenos, sangrienta escabechina que le ganó, justamente, el sobrenombre de “Matamoros”.

Afortunadamente, el tiempo, la Ciencia y, sobre todo, las ideas racionales de la Ilustración, lentamente fueron podando a Europa del fanatismo y fortalecieron los valores de la libertad, la democracia, la tolerancia, el laicismo, la libertad de culto, la igualdad ante la ley y el respeto por el otro que ya se anunciaba en los mejores aspectos del judeocristianismo.

En el mundo islámico no ocurrió nada similar. Siguen apegados a la historia de Mahoma y a su confuso siglo VII. Se mantiene intacto el odio a quien profesa una religión diferente y no se somete o convierte a la fe islámica. Hoy el Estado Islámico persigue a los yazidis en Irak. Las huestes de Al Qaeda matan cristianos en Siria cada vez que pueden. La Hermandad Musulmana aniquiló a cientos de coptos en Egipto. Chiíes y suníes, mientras se enfrentan entre ellos, detestan y esporádicamente les hacen la guerra a los libaneses maronitas. Y en Nigeria las matanzas de cristianos están a la orden del día. Hace poco, incluso, debí firmar, junto a otros millares de personas indignadas, una carta dirigida al gobierno de Sudán para que no ejecutara a una señora embarazada que se había convertido al cristianismo.

Me temo que el problema no se limita a la barbarie de un pequeño grupo de extremistas. El asunto es más grave. Según el Informe 2000 sobre libertad religiosa en el mundo, en 23 países islámicos se atropella, persigue y, a veces, extermina cruelmente a las minorías cristianas. Los gobiernos y los líderes religiosos interpretan al pie de la letra las feroces instrucciones del Corán contra los infieles y en nombre de su fe les hacen un daño terrible a los cristianos.

No hay nada incorrecto en que el mundo árabe quiera volver a situarse a la cabeza del planeta. Eso es comprensible. Los chinos, que también tuvieron un pasado glorioso, quieren retomar esa posición cimera. Pero los chinos no han adoptado el camino de destruir a la civilización occidental, sino la imitan con la intención de llegar a superarla. Los chinos miran al futuro. Los árabes, en cambio, no consiguen superar el pasado. Eso es muy peligroso.

Árabes buenos y malos

Centenares de muertos y miles de heridos es una carnicería excesiva. Obama le ha pedido a la junta militar egipcia el ejercicio de dos virtudes ajenas a la cultura y la tradición del país: tolerancia y moderación. Pese a que el presidente estadounidense también dijo que su país no podía ni quería decirles a los egipcios cómo debían conducir sus asuntos internos, eso, precisamente, fue lo que hizo. Solicitó elecciones libres y un poder limitado por la ley.

Francamente, me parece muy difícil que lo complazcan.

Estados Unidos, no cabe duda, ha sido la nación más exitosa del planeta a lo largo del siglo XX y en lo que va de nuestra centuria. El experimento republicano de las trece colonias, que a fines del siglo XVIII parecía condenado a fracasar, dio lugar a un país asombrosamente rico y fuerte que hoy es la única superpotencia de la tierra. Sin embargo, ese fenómeno, aunque es voluntariamente imitable, no se puede inducir desde el exterior.

Al contrario de lo que sucedía en el país de Washington y Jefferson, el núcleo de tensión que prevalece entre los árabes islamistas no consiste en limitar la autoridad del gobierno, proteger los derechos individuales y crear unas relaciones de poder basadas en la meritocracia y la igualdad ante la ley (para lo cual son fundamentales la tolerancia y la moderación), como estableció Estados Unidos cuando se separó de Inglaterra.

El conflicto en el mundillo árabe es de otra naturaleza: dirimir por la fuerza el mortal enfrentamiento entre dictaduras militares seculares, generalmente antioccidentales, que se consideran progresistas, aunque progresen poco, y los partidarios de un modelo teocrático opresivo que defienden la creación de un Estado islámico regido por la sharía o ley fundada en el Corán, cuyo principal objetivo, desgraciadamente, es destruir al Estado de Israel y luchar contra los infieles, ya sean cristianos coptos o libaneses maronitas.

Es, en fin, una pelea a cuchillo entre militares laicos, broncos, feroces y autoritarios, provistos de ideas políticas nacionalistas teñidas por supersticiones socialistas, y religiosos imbuidos de creencias fantásticas comprometidos con Alá para someter al género humano a la autoridad del Corán.

Para el resto del mundo, por lo tanto, generalmente no se trata de escoger entre demócratas liberales y fundamentalistas religiosos (eso sería demasiado fácil), sino entre militares despóticos, usualmente corruptos y asesinos, y fundamentalistas religiosos, casi siempre agresivos y peligrosos, lo que suele conducirlos a mataderos en los que ellos son víctimas o victimarios en nombre de la verdad definitiva revelada a Mahoma en el desierto.

En Washington no se entiende esta fatal disyuntiva. Muchos políticos y funcionarios padecen de etnocentrismo. Piensan que todos los países pueden y deben crear un modelo de estado presidido por la libertad individual, servido por un gobierno controlado por la constitución y limitado por los equilibrios y contrapesos.

En realidad, esa fórmula es extraordinaria, pero, para que funcione, previamente tiene que existir una sociedad (o al menos una élite dirigente) dispuesta a practicar la tolerancia, definida como la decisión de convivir pacíficamente con todo aquello que no nos gusta, a colocarse bajo la autoridad de la ley, a admitir que nuestras verdades y convicciones no son únicas e infalibles, y a ejercitar la cordialidad cívica con un adversario al que no hay que amar, pero que merece nuestro respeto.

En las sociedades árabes esos factores son excepcionales. Hay individuos que poseen ese perfil, y hasta se agrupan en pequeñas instituciones que proclaman estas reglas de juego. He conocido liberales marroquíes, sirios, libaneses y tunecinos, lo que me hace pensar que también debe haberlos en Egipto y en el resto de la geografía árabe, pero carecen de peso específico para hacer girar a sus países en la dirección que el 4 de julio de 1776 los norteamericanos adoptaron en Filadelfia.

Mientras no ocurra ese cambio de valores, es una ingenuidad tratar de escoger entre gobernantes árabes “buenos” y “malos”. La alternativa es mucho más agónica.