La vía china hacia el fracaso

China ha devaluado su moneda varias veces. Es una medida de crisis que tiene aspectos muy negativos. Por ejemplo, la caída del valor de las propiedades chinas. El mayor millonario chino ya perdió once mil millones de dólares en la bolsa a causa de esa prestidigitación. Devaluar es una forma instantánea de destruir capital.

¿Por qué China lo ha hecho? Sus exportaciones han bajado un 8 % en un año y desea repotenciarlas. Es difícil que lo logre de manera sostenida por ese procedimiento. Los países que habían restringido sus importaciones no van a reanudarlas porque sean un poco más baratas. Las redujeron, como sucede con Brasil y los exportadores de petróleo, por el descenso del precio de las materias primas. Carecen de tantos recursos como en el pasado para adquirirlas.

Es una ingenuidad creer que se puede crecer indefinidamente al 10 % anual. Japón, que lo hizo durante 25 años, logró construir una de las sociedades más prósperas de la historia, al extremo de que los futurólogos vaticinaban que el siglo XXI sería japonés, pero desde hace muchos años su economía se estancó. No obstante, en el camino creó unas vastas clases medias y un aparato productivo capaz de generar casi pleno empleo. En medio del enfriamiento de su economía cuenta con un PIB per cápita anual de 37.800 dólares medido en poder adquisitivo. El mismo de Inglaterra. Continuar leyendo

Maduro huye para adelante

Maduro anunció su nueva estrategia para enfrentarse a la catástrofe venezolana. Insiste en los errores de siempre. No va a rectificar. Mintió. Inventó culpables y conspiraciones. Optó por huir hacia delante. Lo hizo tras un inútil recorrido en busca de recursos por varios países, incluida China. Apenas consiguió unos pocos créditos y la vaga promesa de ciertas inversiones. Ya no le creen. Incluso, los que tienen ciertas simpatías ideológicas tampoco le creen. Por eso le han cerrado el grifo.

Hacen bien en no confiar en el chavismo. Nadie ignora que esta patulea de incapaces, además de maltratar severamente a la población, y de convertir al país en un narcoestado terriblemente corrupto –el más podrido de América Latina de acuerdo con Transparencia Internacional–, ha malgastado miles de millones de petrodólares. ¿Cuántos? Para que el azorado lector se haga una idea: la cifra es mayor que la suma de todos los ingresos recibidos por el Estado venezolano desde que Simón Bolívar consiguió la independencia en el primer cuarto del siglo XIX.

Si los chavistas hubieran sabido y querido gobernar razonablemente, tras una década del barril de petróleo a cien dólares, Venezuela hoy sería un país del primer mundo y no una sociedad en plena descomposición, donde las personas se pelean a puñetazos en los supermercados y las farmacias por adquirir un poco de leche o una ampolleta de insulina.

¿Cómo llegaron a este desastre? Tomen nota los españoles: además del catastrófico padrinazgo cubano, siguieron de cerca los consejos de los profesores comunistas Pablo Iglesias y Juan Carlos Monedero, hoy en Madrid al frente del partido Podemos. Estos personajes llegaron a tener despacho en Miraflores, la casa de gobierno en Venezuela, desde donde pontificaban y recetaban a sus anchas.

Durante más de seis años, y al costo de varios millones de dólares que recibieron por sus asesorías, los jóvenes “expertos” académicos españoles enseñaron a los chavistas a demoler sin compasión la economía de la nación más rica de América Latina.

Arribaron a Caracas borrachos de populismo marxista, sin la menor experiencia empresarial –lo que se traduce en que ignoran cómo se crea, conserva o malgasta la riqueza–, convencidos de que la principal tarea de los gobiernos es igualar a las personas por abajo. Objetivo, por cierto, que lograron con creces. Hoy el país es una inmensa pocilga colectiva.

¿Y ahora qué va a pasar en Venezuela? Un experto en seguridad lo ha vaticinado en un tono sombrío: el chavismo –me ha dicho– no marcha hacia una revolución o contrarrevolución política, sino hacia un saqueo nacional, monstruoso y definitivo, que llegará a los hoteles y a las casas suntuosas, donde quiera que haya comida.

Venezuela va hacia el caos, regido por la ley del más fuerte, con cien mil Kalashnikovs, pistolas y cuchillos empuñados por la gente de rompe y rasga. Esos mismos que en el 2014 asesinaron a 25000 personas para despojarlas de los teléfonos móviles, las billeteras y los anillos, ahora acompañados por una enorme turba que se robará televisores, enseres domésticos y todo lo que encuentre a su paso.

¿Por qué no? Eso fue lo que aprendieron de Hugo Chávez en aquellos paseos televisados en los que el difunto militar repetía alegremente el fatídico “exprópiese” ante cualquier bien que le llamara la atención, mientras sus cómplices, vestidos de rojo, reían y  aplaudían irresponsablemente. El teniente coronel les enseñó que en la contemporánea selva urbana no existen los derechos de propiedad. Sencillamente, el dueño es el que tiene la pistola en la mano y está dispuesto a utilizarla. Menudo legado.

Por supuesto, Maduro todavía tendría la posibilidad de impedir este horror. ¿Cómo? Rectificando. Debería comenzar por abrir los calabozos y liberar a los presos políticos, al tiempo que convoca a un urgente diálogo nacional con la oposición –que hoy tiene el 75% de respaldo popular— para darle un vuelco a la situación mediante una inmediata reforma consensuada.

¿Por qué no lo hace? Probablemente, se lo impiden los narcogenerales que temen por su bolsa y por su vida, la legión de los corruptos que prefiere continuar esquilmando al país, y sus mentores cubanos, que anualmente reciben miles de millones de dólares en subsidios y están dispuestos a pelear hasta el último venezolano por mantener ese vital flujo de recursos.

Atrapado en medio de esas fuerzas, Nicolás Maduro marcha a paso firme hacia el precipicio.

La oposición arrasa

A Nicolás Maduro le salió muy mal la primera ronda de conversaciones en el palacio de Miraflores. No sólo de consignas vive el hombre. Él, su gobierno, y media Venezuela, por primera vez debieron (o pudieron) escuchar en silencio las quejas y recriminaciones de una oposición que representa, cuando menos, a la mitad del país.

El revolucionario es una criatura voraz y extraña que se alimenta de palabras huecas. Era muy fácil declamar el discurso ideológico socialista con voz engolada y la mirada perdida en el espacio, tal vez en busca de pajaritos parlantes o de rostros milagrosos que aparecen en los muros, mientras se acusa a las víctimas de ser fascistas, burgueses, o cualquier imbecilidad que le pase por la cabeza al gobernante.

El oficialismo habló de la revolución en abstracto. La oposición habló de la vida cotidiana. Para los espectadores no dogmáticos el resultado fue obvio: la oposición arrasó.

Es imposible defenderse de la falta de leche, de la evidencia de que ese pésimo gobierno ha destruido el aparato productivo, de la inflación, de la huida en masa de los venezolanos más laboriosos, de las pruebas de la corrupción más escandalosa que ha sufrido el país, del saqueo perpetrado diariamente por la menesterosa metrópoli cubana, del hecho terrible que el año pasado fueron asesinados impunemente 25 000 venezolanos por una delincuencia que aumenta todos los días.

¿Por qué Maduro creó esa guarimba antigubernamental en Miraflores? ¿Por qué pagó el precio de dañar inmensamente la imagen del chavismo y mostrar su propia debilidad dándole tribuna a la oposición?

Tenía dos objetivos claros y no los logró. El primero era tratar de calmar las protestas y sacar a los jóvenes de las calles. El “Movimiento Estudiantil” –la institución más respetada del país, de acuerdo con la encuesta de Alfredo Keller—había logrado paralizar a Venezuela y mostrar las imágenes de un régimen opresivo patrullado por paramilitares y Guardias Nacionales que se comportaban con la crueldad de los ejércitos de ocupación y ya habían provocado 40 asesinatos.

El segundo objetivo era reparar su imagen y la del régimen. Las encuestas lo demostraban: están en caída libre. Ya Maduro va detrás de la oposición por unos 18 puntos. Lo culpan (incluso su propia gente) de haber hundido el proyecto chavista y de ser responsable del desabastecimiento y de la violencia. Casi nadie se cree el cuento de que se trata de una conspiración de los comerciantes y de Estados Unidos. La inmensa mayoría del país (81%) respalda la existencia de empresas privadas. Dos de cada tres venezolanos tienen la peor opinión del gobierno cubano.

Ese fenómeno posee un alto costo político internacional. Ciento noventa y ocho parlamentarios sudamericanos de diversos países, encabezados por la diputada argentina Cornelia Schmidt, se personaron ante la Corte Penal Internacional de La Haya para acusar a Maduro de genocidio, torturas y asesinatos.  Eso es muy serio. Puede acabar enrejado, como Milosevic.

Ser chavista sale muy caro. Lo comprobó el candidato costarricense José María Villalta. Esa (justa) acusación lo pulverizó en las urnas. En una encuesta realizada por Ipsos en Perú se confirmó que el 94% del país rechaza a Maduro y al chavismo. Eso lo sabe Ollanta Humala, quien hoy pone una distancia prudente con Caracas. Ni siquiera al popular Lula da Silva le convienen esas amistades peligrosas. Sólo Rafael Correa, quien padece una notable confusión de valores y no entiende lo que son la libertad y la democracia (en Miami se empeñó en defender a la dictadura de los Castro), insiste en su inquebrantable amistad con Maduro.

La oposición, como dijo Julio Borges, va a seguir en las calles y, por supuesto, continuará dialogando con el régimen. ¿Hasta cuando? Hasta que suelten a los presos políticos, incluidos los alcaldes opositores, restituyan sus derechos a María Corina Machado y Leopoldo López. Hasta que el régimen renuncie al tutelaje vergonzoso e incosteable de La Habana, configure un Consejo Nacional Electoral neutral y le devuelva la independencia al Poder Judicial. Hasta que el gobierno desista de la deriva comunista y admita que los venezolanos no quieren “navegar hacia el mar cubano de la felicidad”. En definitiva, hasta que celebren unas elecciones limpias, con observadores imparciales y se confirme lo que realmente quiere el pueblo: que se vayan Maduro y sus cómplices.  

España se recupera

Parece que termina la recesión española. Ya era hora. Ha durado cinco años y ha sido dura. La economía creció unas décimas este trimestre. Es una señal débil, pero buena. El desempleo sigue siendo altísimo (26.6% de la fuerza laboral potencial), pero la única manera racional de reducir ese flagelo es con crecimiento e inversiones que acaben produciendo beneficios para que se sostenga el ciclo.

El camino adoptado por España, comenzado en los últimos tiempos del socialista José Luis Rodríguez Zapatero, cuando congeló las pensiones, y luego seguido por Mariano Rajoy, ha sido el de la austeridad. Eso quiere decir recorte del gasto público y reducción del endeudamiento. No se podía continuar creando infraestructuras a veces innecesarias (aeropuertos sin clientes, trenes veloces nada rentables, carreteras extraordinarias para pocos vehículos).

De estas crisis se sale generando riquezas y éstas sólo se producen en las empresas. La cuenta es relativamente sencilla. España tiene algo más de 47 millones de personas en su territorio. De esa cifra, hay casi 23 millones que podrían trabajar, pero sólo lo hacen 16 millones y medio. Un poco más de 6 millones están desempleados.

Grosso modo, de los 16 millones y medio que trabajan, unos 13 y medio lo hacen en actividades privadas, mientras casi 3 devengan su salario del sector público. El porcentaje de trabajadores del Estado –nacional, regional o local—está muy cerca del promedio de la Unión Europea, pero la relación entre quienes trabajan en empresas privadas y la totalidad de la población es muy baja.

Trece y medio millones de trabajadores deben mantener a 47 millones de españoles y pagarles su salario a casi 3 millones de empleados públicos. Entre los españoles que deben ser mantenidos hay 15 millones y medio de lo que llaman personas inactivas: pensionados (más de 7 millones), estudiantes (2.5 millones), incapacitados permanentes (1 millón y medio), labores del hogar (4 millones) y otros ciudadanos.

Es una tarea demasiado ardua que sólo se alivia creando las condiciones para que trabaje más gente. ¿Cuántos? Teóricamente, el universo de trabajadores posibles es de 23 millones. Casi diez más de los que lo hacen en el sector privado. Pero de nada sirve que lo hagan en actividades poco productivas, como creen algunos keynesianos de andar por casa. Las actividades que no son lucrativas destruyen capital y arruinan a las sociedades.

No obstante lo dicho, España dista mucho de ser un país pobre. El PIB per cápita es de más de treinta mil dólares y excede un poco la media de la Unión Europea. Algunas comunidades autónomas son francamente ricas y se acercan a los cuarenta mil dólares: Madrid, Vascongadas, Navarra, Cataluña. Las pobres, ni siquiera lo son tanto. Extremadura, la peor de todas, es más rica en este indicador que Chile, el país más próspero de América Latina. Murcia, otra comunidad pobre, tiene el PIB per cápita de Corea del Sur.

Pero hay otros indicadores que señalan a España entre los primeros 25 países del planeta: escolaridad, longevidad, acceso a agua potable, alimentación, servicios médicos, seguridad, protección policiaca, instituciones de Derecho, libertades, comunicaciones. El país, en medio de la crisis del empleo, es uno de los espacios con mejor calidad de vida del mundo. Sigue siendo un gran vividero.

La asignatura pendiente la conocen todos: hace falta desarrollar un tejido empresarial más extenso, competente y productivo. Mientras eso sucede, si es que alguna vez llega a ocurrir, los españoles vuelven a hacer las maletas y emigran. Por una parte, el país pierde a un buen grupo de trabajadores, pero, por la otra, son personas que adquieren conocimientos, experiencias y ahorros que podrán utilizar en el futuro en su propio país.

En ese sentido es una bendición que quienes no tienen trabajo puedan encontrarlo en Alemania, Holanda o Suiza. Hay que ver a la Unión Europea como un gran espacio laboral y perderle el miedo a los idiomas distintos o a los climas inhóspitos. La globalización también es eso.