Obama en Cuba

El Presidente norteamericano no había puesto un pie en Cuba y el régimen ya había comenzado a bombardearlo. Primero fue un largo editorial de Granma. ¿La esencia? Cuba no se moverá un milímetro de sus posiciones socialista y antiimperialista, incluido su apoyo al engendro chavista en Venezuela, enorme fuente de subsidio para los cubanos, de quebrantos para los venezolanos y de desasosiego para los vecinos.

Luego, el canciller Bruno Rodríguez, el chico de los recados diplomáticos, le advirtió que su Gobierno no agradecía que Barack Obama hablara de empoderar al pueblo cubano. Tampoco de que trataran de imponerles internet. Cuba, dijo, “protegerá la soberanía tecnológica de nuestras redes”. En lenguaje llano quiso decir que la policía política seguirá controlando las comunicaciones. De eso y para eso viven.

El Presidente norteamericano no se amilanó. Hablará sin tapujos de los derechos humanos en su visita a Cuba. Lo ha dicho y lo va a hacer. Pero hay más: Barack Obama, aparentemente, no visitará a Fidel Castro (Con cautela: nunca digas “De este dictador no beberé”). Al menos por ahora inhibirá la curiosidad antropológica que siempre despierta el tiranosaurio mayor. Hoy es una encorvada caricatura de sí mismo, pero tiene cierto morbo conversar con un señor de la historia que se las ha ingeniado para llevar sesenta años revoloteando por los telediarios.

Obama, además, tendrá la generosidad de reunirse con algunos de los demócratas de la oposición. Ahí hay todo un mensaje. Es una buena lección para Mauricio Macri, que todavía no ha ido, y para François Hollande, que ya pasó por La Habana y no tuvo la valentía cívica de realizar un gesto solidario con los disidentes. Obama se reunirá con los más duros. Les pasará el brazo por encima a los peleadores. A los más apaleados y curtidos. Esos a los que la policía política califica falsamente de terroristas y agentes de la CIA. Continuar leyendo

La pata podrida

Escribo en vísperas de las elecciones españolas. Según las encuestas, termina el bipartidismo. Las grandes fuerzas políticas se fragmentarán en cuatro. Lamentablemente, una de las patas de ese nuevo banco trae consigo un grave factor desestabilizador. Lo explico.

Tras la muerte de Francisco Franco, desde la restauración de la democracia a mediados de la década de los setenta, el centro derecha (Unión de Centro Democrático y Partido Popular) ha gobernado durante 17 años divididos en tres períodos (Adolfo Suárez-Leopoldo Calvo Sotelo, José María Aznar y Mariano Rajoy), mientras el centro izquierda (Partido Socialista Obrero Español, PSOE) lo ha hecho por 22 años (Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero). En democracia, Felipe González es la persona que ha ocupado el cargo de presidente de gobierno por más tiempo consecutivo: 14 años.

Estos casi 40 años democráticos, edificados sobre un período similar de dictadura franquista lleno de luces y sombras, de atropellos y aciertos, han sido los mejores de la historia de España. El país dio un salto hacia el desarrollo y la modernidad, alcanzó un PIB anual de 30 mil dólares y florecieron las obras públicas como nunca antes. Fue la etapa en que media docena de compañías españolas se convirtieron en los mayores inversionistas extranjeros en América Latina. Continuar leyendo

Le toca a la democracia salvar a los Reyes

Francisco Franco murió en 1975, seguro de que el futuro de España estaba “atado y bien atado”. Nunca he creído la hipótesis de que el Caudillo preparó una transición post mórtem hacia la democracia. Franco era un hombre de orden y cuartel, melancólicamente convencido de que los “demonios familiares” del separatismo y la anarquía inevitablemente conducirían a los españoles a la catástrofe, a menos que una mano dura lo evitara.

Afortunadamente, Juan Carlos, el joven Borbón seleccionado, educado y designado por Franco para continuar su régimen autoritario al frente del Estado, tenía una idea diferente de España. Sabía que sólo podía o valía la pena reinar en una nación democrática en la que la Corona estuviera subordinada a la Constitución y al Parlamento, como era la norma en el norte de Europa occidental.

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