La vaga y epidérmica simpatía hacia Cuba

La batalla cubana se ha trasladado a la prensa. Se trata de una contracarta. Responde, sin decirlo, a un documento aparecido en el NYT en sentido contrario.

Un grupo de 40 prominentes personajes norteamericanos y cubanoamericanos, muy prestigiosos y con una larga tradición de servicio público o de relevancia en el mundo empresarial, de alguna forma vinculados al destino de Cuba, publicará una lúcida página en el Washington Post. La he leído y es muy persuasiva.

Los firmantes se oponen a la nueva política cubana de Barack Obama. Les parece un peligroso error hacerle concesiones a la dictadura sin que Raúl Castro dé pasos hacia la apertura y la democracia. Son partidarios de lo que dicta la ley de la nación, “The Cuban Liberty and Democratic Solidarity Act” de 1996, y de lo que supuestamente defendía el propio Obama hasta la víspera del  17 de diciembre pasado, cuando anunció los cambios. Continuar leyendo

¿Cuánto le ha costado la revolución cubana al mundo?

Raúl Castro le ha puesto condiciones a Barack Obama para reestablecer relaciones diplomáticas. Una de ellas es recibir una compensación por los daños producidos por el embargo comercial.

¿A cuánto asciende el perjuicio? Según los puntillosos economistas del gobierno cubano, la cifra es exactamente 116,860 millones de dólares. No tengo la menor idea sobre cómo han llegado a esa suma monstruosa, pero démosla por buena a los efectos de esta columna.

Naturalmente, eso nos precipita a una pregunta inevitable: cuánto le ha costado la incompetencia y la injerencia de la revolución cubana al mundo.

Hagamos unos apuntes contables.

Primero, claro, están los perjudicados cubanos. En 1959, Cuba tenía 6.000.500 habitantes. Al margen del 1.800.00 viviendas, existían 38.384 fábricas, 65.872 comercios y 150.958 establecimientos agrícolas. Todo eso fue estatizado sin compensación real, provocando el súbito empobrecimiento de la sociedad cubana. ¿A cuánto asciende el despojo? Probablemente el Estado les debe a los propios cubanos 30 veces lo que hoy Raúl Castro le reclama a Obama. Pasaron de los primeros lugares de desarrollo en América Latina a los últimos.

Estados Unidos. Los norteamericanos, muy conservadoramente, valoran en 7000 millones las propiedades confiscadas en la Isla. No incluyen en la cuenta, por ejemplo, entre otros rubros olvidados, el costo enorme de integrar a dos millones de refugiados cubanos en Estados Unidos (el 20% de la población de la Isla), ni los daños provocados por los miles de criminales deliberadamente sacados de las cárceles cubanas y enviados a USA durante el éxodo del Mariel en 1980. Tampoco tienen en cuenta los derechos de propiedad norteamericanos sobre libros, música, películas, televisión, medicinas, programas de informática y objetos de todo tipo copiados o utilizados sin límite por los cubanos. Una suma astronómica. Deberían sumarlos.

España. La “Sociedad 1898”, constituida en Madrid para defender los intereses de los españoles perjudicados en la Isla –dueños en Cuba de una buena parte del comercio minorista—, afirma que, sólo a las tres mil familias españolas que han logrado localizar, a valor del dólar actual, les deben unos 8000 millones.

URSS. Según la economista rusa Irina Zorina, los subsidios a Cuba, sin contar las cuantiosas donaciones de armamentos, excedieron los 100.000 millones de dólares. En el verano del 2014, Vladimir Putin le condonó a Cuba el 90% de una incobrable deuda reconocida a Rusia ante el Club de París de 35.000 millones. El 10% restante, que tampoco cobrará, hipotéticamente se invertiría en la Isla.

Venezuela. El economista Carmelo Mesa-Lago calcula el subsidio venezolano en unos 13.000 millones de dólares anuales. Ernesto Hernández-Catá, otro gran profesional, lo rebaja a 7000. En todo caso, una cifra descomunal que explica, entre otras razones, la magnitud del desastre venezolano.

Argentina. La deuda original de 2400 millones, contraída en los años setenta, al no pagarla, hoy excede los 11.000 millones.

Japón. Cuba le debía 1400 millones. Los japoneses le condonaron el 80% de la deuda y el 20 restante lo aplazaron en 20 años. Naturalmente, les eliminaron las líneas de crédito a los cubanos.

México. Hizo más o menos lo mismo que Japón. Cuba le debía 487 millones de dólares y el gobierno mexicano le perdonó 341 y le aplazó la devolución del remanente a lo largo de una década.

Y ahora acerquémonos, parcialmente, a la injerencia, pero con más preguntas que respuestas, porque, que sepamos, nadie todavía le ha puesto números al costo de la intromisión cubana en los asuntos internos de otros países.

¿Cuánto le costó a Venezuela el desembarco de guerrillas cubanas en los años sesenta y el apoyo de los Castro a las guerrillas y terroristas venezolanos durante más de una década? ¿Cuánto le cuesta la disparatada asesoría que ha llevado al país a la ruina?

¿Cuánto le costó a Bolivia el intento del Che Guevara, acompañado de militares cubanos, de derrocar al gobierno de ese país?

¿Cuánto le costó a Chile la radicalización del gobierno de Salvador Allende, en gran medida motivada por la presencia de las tropas especiales cubanas en ese país y por el consejo suicida de La Habana?

¿Cuánto le costó a Centroamérica en vidas humanas y en recursos económicos la ayuda de Cuba a la creación y mantenimiento de guerrillas en El Salvador, Guatemala y Nicaragua? (Nicaragua, por ejemplo, todavía no ha recuperado los índices de desarrollo económico que tenía en 1979, año del triunfo sandinista).

¿Cuánto la vinculación de Cuba en Colombia al Ejército de Liberación Nacional o ELN, al M-19 de Jaime Bateman y a las FARC?

¿Cuánto pagaron los argentinos por combatir al Ejército Guerrillero del Pueblo, organizado por Cuba y dirigido por Jorge Ricardo Masetti, como prueba el periodista e historiador Juan Bautista Yofre en su libro Fue Cuba, o el insensato ataque al cuartel de La Tablada, con armas cubanas, durante el gobierno de Raúl Alfonsín?

¿Para qué seguir? La pequeña isla de Cuba, dirigida por un loco que, como tantos, se creía Napoleón Bonaparte, pero que realmente intentó serlo y a ello dedicó toda su vida, ha sido una catástrofe, no sólo para los cubanos, sino para medio planeta. Una catástrofe que les ha costado una inmensa cantidad de dinero.

Contra los yanquis vivíamos mejor

La frase fue famosa en España: “Contra Franco vivíamos mejor”. La escuché y leí mil veces durante la transición española hacia la democracia. Me imagino que Raúl Castro debe haberla adaptado a la circunstancia cubana en medio de una mezcla de enojo y melancolía.

Son las consecuencias inesperadas de las victorias. El presidente Obama, en efecto, capituló, como deseaba La Habana. Se acogió, sin exigir contrapartidas, a la política del abrazo (engagement) y renunció a las medidas de “contención” (containment) hacia Cuba, típicas de la Guerra Fría.

Se comprometió, además, a restaurar totalmente las relaciones, pese a que el senado posiblemente no apruebe la designación de ningún embajador. Lo aseguró, amenazante, el senador Lindsey Graham. También tramitará el fin del embargo ante un Congreso republicano que probablemente ni siquiera acepte discutir la medida, como ya anunció el speakerJohn Boehner. Será una cadena de frustraciones.

El equívoco está fundado en lo que en inglés llaman wishful thinking o juicio basado en ilusiones. El sorpresivo anuncio de Obama y Raúl Castro era el inicio de un largo, complejo y deseado proceso de deshielo, y casi todos los factores afectados dieron por hecho que la reconciliación ya se había producido y, en consecuencia, la transición hacia la democracia había comenzado. La percepción ha sido de final de partida, no de comienzo.

Pura confusión. Los curas en La Habana, literalmente, echaron a volar las campanas de los templos anunciando la buena nueva, como hacían en tiempos de la colonia cuando se retiraban los piratas.

Miles de cubanos desempolvaron las banderitas y algunos se abrazaban en las calles llenos de felicidad. Para ellos, mágicamente, la miseria llegaba a su fin. La prosperidad estaba a la vuelta de la esquina.

Las cabezas más representativas de la oposición democrática, esperanzadas, se reunieron en la casa de Yoani Sánchez y, muy civilizadamente, fueron capaces de ponerse de acuerdo y demandar espacios para esa magullada sociedad civil que el país va pariendo trabajosamente al margen del corset totalitario impuesto por el Partido Comunista.

Las Damas de Blanco, flores en mano, como suelen hacer, recorrieron algunas calles cercanas a la parroquia donde se congregan pidiendo libertad. Esta vez no las aporrearon. Hubiera sido una flagrante contradicción con el espíritu de apertura subrepticiamente instalado en el país.

Los representantes ante la OEA de los países latinoamericanos, reunidos en Washington, le dieron la bienvenida a la nueva etapa, pese a las objeciones de Bolivia, Venezuela y Nicaragua, secretamente impulsados por Cuba, que deseaban incluir una mención del embargo, moción rechazada por el resto de los países. Canadá, a cambio, se abstuvo de mencionar el tema de los Derechos Humanos, que hubiera sido como mentar la soga en la casa del ahorcado.

Raúl Castro, muy preocupado, despachó a su hija Mariela al extranjero, embajadora oficiosa del régimen, a explicar que el comunismo era el destino permanente de los cubanos, algo así como una enfermedad incurable y crónica. Nadie debía confundir el cambio de Washington con la postura inconmovible de La Habana. En la Cuba de Mariela Castro se podía cambiar de sexo, pero no de sistema. Ese –el sistema– ya había sido elegido por los cubanos hasta el fin de los tiempos.

El mismo Raúl Castro, como si fuera un mantra, lo repitió en la Asamblea Nacional del Poder Popular, un coro afinado de sicofantes que hace las veces de Parlamento. Reiteró que no había más dios que el colectivismo ni más profeta que Fidel Castro, y así sería para siempre. Al final, fieramente, gritó “patria o muerte”. Todos lo aplaudieron disciplinadamente, incluidos los cinco espías liberados.

¿Por qué tantas muestras de adhesión incondicional a una vieja y desacreditada dictadura, próxima a iniciar su 57 aniversario? Precisamente, porque Raúl no ignora el peso de las autoprofecías que, a fuerza de repetición, acaban por cumplirse. Misterios del caprichoso mundillo de las percepciones.

Especialmente en un país en el que casi nadie cree en los presupuestos teóricos del sistema. Todos saben que el marxismo leninismo fracasó rotundamente y la nación se está cayendo a pedazos. Nadie desconoce que las reformas de Raúl, los cacareados “lineamientos”, ni han dado ni darán resultados.

A estas alturas, la mayor parte de los cubanos, como los soviéticos en la etapa final de Mijail Gorbachov, están convencidos de que el sistema no es reformable y hay que reemplazarlo.

En ese desesperado punto de la historia. Obama, por las razones equivocadas, toca la trompeta y todos piensan que es una señal de los cielos y que ha llegado la hora. Menos Raúl, Mariela y el resto de la sagrada familia, que, desesperados, salen a desmentirlo, pero nadie los cree. La percepción es más poderosa.

La normalización

Barack Obama ha comenzado la normalización de las relaciones con la dictadura cubana. Es lo que le pedía el cuerpo. En su discurso y en sus planteamientos ha ido mucho más allá de lo que se podía prever. Al fin y al cabo, como dijo en su alocución, él ni siquiera había nacido cuando el presidente John F. Kennedy decretó el embargo en 1961. Era un pleito que lo dejaba indiferente. Supongo que hasta lo aburría.

Para mí no hay duda de que se trata de un triunfo político total por parte de la dictadura cubana. En La Habana están eufóricos. Washington ha hecho una docena de concesiones unilaterales. Cuba, en cambio, se ha limitado a farfullar unas cuantas consignas.

Es verdad que Raúl Castro ha puesto en libertad a medio centenar de presos políticos y ha liberado a Alan Gross a cambio de tres espías. Pero sólo este año ha detenido a más de dos mil opositores y ha aporreado a cientos de ellos, y muy especialmente a las sufridas “Damas de Blanco”.

En realidad, Obama no había cambiado antes la política cubana por razones electorales. Ese es el factor esencial en la esfera pública. Manda su majestad la urna. Esperó al término de las  elecciones parciales de su segundo mandato –las últimas en las que participaría su partido durante su presidencia– y a que el senado entrara en receso. Entonces actuó.

Una de las pocas ventajas de ser un lame duck es que no se paga un precio electoral. Por lo menos no lo paga el presidente en funciones, aunque a lo mejor tiene que abonarlo el candidato de su partido en los comicios posteriores.

Al Gore –por ejemplo—nunca le perdonó a Bill Clinton el tipo de solución que le dio al caso del niño balsero Elián González. Perdió Florida por 536 votos –los cubanos votaron mayoritaria y furiosamente en su contra– y en ese estado se liquidaron sus sueños de llegar a la presidencia.

Previamente al discurso de Obama y a su cambio de política, The New York Times había ablandado a la opinión pública con un bombardeo de siete editoriales consecutivos en los que solicitaba lo que inmediatamente se iba a conceder.

No era la influencia de la prensa sobre la Casa Blanca. Era al revés: era la influencia de la Casa Blanca sobre la prensa para lograr objetivos políticos. En esos editoriales estaba la hoja de ruta del cambio de la política norteamericana con relación a Cuba. Ahora se entiende la campaña del NYT. No era buen periodismo. Eran buenas relaciones públicas.

Los argumentos de Obama para revertir la estrategia política seguida por una decena de presidentes republicanos y demócratas previos fueron principalmente dos: primero, no ha dado resultados, y, segundo, Estados Unidos mantiene relaciones con países como China y Vietnam. Dos dictaduras nominalmente comunistas.

En cuanto a los resultados del embargo contra el régimen cubano, no es eso lo que sostiene el gobierno de los Castro. La Habana afirma que el embargo, originado por la confiscación sin compensación de las propiedades norteamericanas en la Isla, les ha costado miles de millones de dólares.

Por otra parte, lo cierto es que, desde que Kennedy puso en marcha el embargo, esa operación de castigo, si bien no sirvió para que Cuba compensara a los legítimos propietarios, ni para derrocar al régimen, fue útil para que ningún otro país latinoamericano se atreviera a confiscar sin pago empresas norteamericanas, mientras (alegan algunos estrategas) contribuyó a que la Isla se viera obligada a reducir sus fuerzas armadas a la mitad tras la debacle soviética en 1991.

Es irrebatible que Estados Unidos tiene relaciones plenas con China y Vietnam, de donde Obama, como mucha gente, deduce que debía tener buenos vínculos con Cuba, pero la premisa es muy discutible y está basada en una visión pragmática de las relaciones internacionales en la que no intervienen los juicios morales.

Si ése es el caso, ¿por qué no tener relaciones normales con Siria si las tienen con Arabia Saudita, que es otra tiranía islámica? ¿Por qué no tratar con indiferencia al Califato (ISIS) que ha surgido en un rincón de Siria y hoy hace metástasis por todo el Oriente medio? ¿Que Siria y el califato matan y atropellan? En China y en Vietnam también matan y atropellan. En rigor, desde la perspectiva estrictamente pragmática, ¿qué le importa a Estados Unidos que los talibanes sean una banda de asesinos si los muertos ocurren en una zona alejada del mundo?

Hay una regla de oro de la ética que Obama ha olvidado: donde quiera que se pueda sostener la coherencia entre la conducta y los principios, hay que hacerlo. Uno puede entender que es sensato tener relaciones normales con China, un gigante demográfico y nuclear, porque las consecuencias de defender los principios puede llevarnos a la catástrofe. Lo mismo sucede con Arabia saudita y su maldito petróleo, pero en Cuba es diferente.

En Cuba, Estados Unidos podía evitar la disonancia moral porque la Isla, violadora pertinaz de los derechos humanos, enemiga a muerte de Estados Unidos al extremo de pedirle a la URSS el exterminio nuclear preventivo del país vecino, que ya ha vertido el 20% de su población dentro del territorio norteamericano, no tiene la menor significación demográfica o económica y era posible casar coherentemente los valores y los comportamientos.

Durante todo el siglo XX, con razón, muchos latinoamericanos criticaron a Estados Unidos por tener buenas relaciones con dictadores como Stroessner, Pinochet, Batista, Trujillo o Somoza. Entonces se decía que era una total hipocresía de Washington invocar los valores de la libertad y la democracia mientras tenía relaciones estrechas con los opresores de sus pueblos.

Como consecuencia de ese reclamo, el 11 de septiembre del 2001, mientras ardían las Torres Gemelas, se firmó en Lima la Carta Democrática de la OEA, un documento impulsado por Estados Unidos en el que se perfilaban todos los rasgos que debían tener las naciones del continente para ser consideradas, realmente, democráticas.

De cierta manera, esos eran los rasgos de la normalidad democrática. Obama, que cita el documento, acaba de traicionar su esencia. Ha normalizado las relaciones con Cuba, pero al precio de volver a la nefasta política de la indiferencia moral en América Latina. Esa disonancia es una desgracia.