Pablo Iglesias o el mentecato ilustrado

Calma. No hay agravio. La etimología de mentecato es transparente. Quiere decir “mente captada o capturada”. Me refiero a eso. Iglesias es un joven político y politólogo español, chavista, que hoy tiene un sorprendente apoyo electoral en su país.

Pablo Iglesias, sin duda, es un mentecato ilustrado. Seguramente tiene un cociente de inteligencia altísimo. El problema radica en qué ideas han capturado tan prodigiosa mente. Las grandes cabezas pueden estar pobladas de disparates que, cuando se mezclan con una actitud arrogante, devienen en la terca insistencia en el error, en la negación de la realidad y en el desprecio por los cerebritos de a pie. Suele ocurrir. Las malas ideas, cuando se enquistan en neuronas privilegiadas, son más dañinas.

¿Cuáles son las ideas madre –hay ideas madre como hay células madre– instaladas en la descomunal sesera del profesor Iglesias que no le permiten observar la realidad con ecuanimidad?

Son varias. La primera tiene que ver con la desmesurada fe en su propia capacidad intelectual. Pablo Iglesias no conoce la duda. Predica ex cátedra. Él y su tribu creen saber cuánto deben ganar las personas, qué precio justo deben tener las cosas y los servicios, cómo pueden funcionar las empresas, qué deben producir para servir a la sociedad, qué se debe poseer para alcanzar una vida feliz y digna, y en qué punto el patrimonio acumulado se convierte en una injusticia que hay que cercenar de un certero tajo fiscal. Prodigioso.

La segunda es también una cuestión de fe. Pablo Iglesias cree fervientemente en el Estado-empresario que elabora alimentos, asigna electricidad y comunicaciones, maneja el crédito y gestiona los ahorros.

Cree en el Estado redistribuidor de riquezas que extiende una pensión a todas las personas por el mero hecho de vivir en el país (650 euros). Cree en el Estado planificador que todo lo sabe, que conoce el presente como la palma de la mano y es capaz de prever el futuro. Cree en el Estado que castiga implacablemente (ama la guillotina de la revolución francesa).

Cree que la riqueza se logra trabajando menos –35 horas a la semana—y por un periodo más breve (60 años). Cree, en suma, que la prosperidad se logra gastando, no ahorrando e invirtiendo, como ha hecho la tonta especie humana durante miles de años. Maravilloso.

Pero lo interesante es que Pablo Iglesias ya ha puesto a prueba sus ideas madre, precisamente en Venezuela, donde él y su grupo fueron contratados para encauzar de diversas maneras el “proceso revolucionario”, algo que hicieron durante ocho años a plena satisfacción de la República Bolivariana –por eso los mantuvieron dentro del presupuesto durante tanto tiempo–, tarea por la que cobraron nada menos que tres millones setecientos mil euros: más de cinco millones de dólares.

En ese periodo, de acuerdo con las memorias de la fundación Centro de Estudios Políticos y Sociales (CEPS), que era la institución que firmaba los acuerdos y recibía los dineros, Iglesias y sus allegados ayudaron directamente a Chávez a fomentar su revolución desde el despacho presidencial, a Telesur a crear y divulgar su propaganda, al Banco Central de Venezuela a desarrollar su política monetaria, al Ministerio del Interior a manejar sus prisiones (como en la que yace Leopoldo López), al Ministerio de Trabajo a organizar sus pensiones, y al Ministerio de Comunicación a no sé qué función exactamente, aunque algún trabajo pudieron desplegar en el Centro Internacional Miranda, dedicado al adoctrinamiento político comunista, a juzgar por las palabras de Juan Carlos Monedero en su conmovido homenaje a Hugo Chávez, en el que recuerda con tristeza la desaparición del Muro de Berlín, ese monumento al estalinismo.

Es decir, Pablo Iglesias y sus amigos, de acuerdo a los consejos que aportaban a tan amplio espectro gubernamental, en gran medida son responsables del caos venezolano, del desabastecimiento que padece el país, del desorden financiero, del aumento exponencial de la violencia, del horror de las cárceles, de los atropellos a la libertad de expresión, de la falta de inversiones extranjeras, del cierre de miles de empresas, y hasta de la pulverización del Estado de Derecho al proponer, presuntamente, la eliminación de la separación de poderes en los cursillos de formación que les daban a los parlamentarios del mundillo del socialismo del Siglo XXI.

Naturalmente, Iglesias y sus amigos de CEPS tal vez aleguen que esto no es cierto, que nadie les hizo caso durante los ocho años que asesoraron a los bolivarianos, o que los convenios, realmente, eran una fuente de solidaridad revolucionaria, porque ellos apenas colaboraban, aunque cobraban, pero, en ese caso, incurrirían en un delito semejante al que hoy la justicia española les imputa a socialistas y populares: financiación irregular de actividades políticas con fondos provenientes del sector público.

Como me cuesta trabajo creer que Iglesias y sus amigos forman parte de una casta corrupta, me inclino a pensar que, realmente, lo que hay que imputarles no es un delito de fraude o peculado, sino un alto grado de corresponsabilidad en el hundimiento de Venezuela, precisamente por transmitirles a esos vapuleados ciudadanos las ideas y los conocimientos equivocados.

En todo caso, es muy probable que Pablo Iglesias, Juan Carlos Monedero y el resto del grupo, entiendan (como entendía Lenin) que las revoluciones son así: dolorosas, y devastadoras, como corresponde a la necesaria etapa de demolición del pasado burgués, lo que explica la conformidad que muestran con cuanto sucede en Venezuela, postura muy diferente, por cierto, a la del profesor méxico-alemán Heinz Dieterich y a la del pensador norteamericano Noam Chomsky, quienes han denunciado los excesos que convulsionan al país sudamericano.

¿Qué harían Pablo Iglesias, Monedero y sus amigos si tomaran el control de España? A mi juicio, lo mismo que han contribuido a hacer en Venezuela. ¿Por qué? Porque no son unos cínicos racistas que quieren para España algo diferente a lo que aplauden en Venezuela. Quieren lo mismo. Un Estado fuerte presidido por un grupo revolucionario decidido a implantar el reino de la justicia a cualquier costo. Quieren acabar con las estructuras burguesas que acogotan al proletariado, destruir los podridos partidos políticos tradicionales, encarcelar a quienes se opongan a la voluntad del pueblo y silenciar a esos medios de comunicación que sólo representan los intereses de los propietarios. Son mentecatos -sus mentes han sido capturadas por el error-, como les sucede a todos los fanáticos, pero no hipócritas.  Y son, además, ilustrados. Esto agrava las cosas.

El partido “chavista” español que puede llegar al poder

La idiotez política está al alcance de cualquier pueblo. Ninguna sociedad está libre de recorrer ese camino. Quien lo dude, debe pensar en la Alemania de Hitler, la Italia de Mussolini, la Cuba de los Castro o la Venezuela de Hugo Chávez. Sobran los ejemplos.

“Podemos” es un partido político chavista, oficialmente creado hace pocos meses en España. Pablo Iglesias es su cara más visible. Se trata de un joven profesor universitario, desaliñado, con barba rala y cola de caballo, quien no vacila en defender el uso de la guillotina para traerle la felicidad a la sociedad española.

El personaje y su partido han entrado en la vida pública española sorpresivamente. En las elecciones al Parlamento Europeo, la novísima organización obtuvo 1 200 000 votos y cinco escaños. Esto ha desatado las alarmas.

El calificativo de chavista a “Podemos” no es gratuito, sino todo lo contrario. Ha sido muy costoso. De acuerdo con una investigación llevada a cabo por el diario El País, los directivos españoles de esa organización, por medio de una Fundación, han recibido unos cuatro millones de dólares a lo largo de los años en concepto de “asesorías” por parte de la Venezuela de Hugo Chávez. 

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Le toca a la democracia salvar a los Reyes

Francisco Franco murió en 1975, seguro de que el futuro de España estaba “atado y bien atado”. Nunca he creído la hipótesis de que el Caudillo preparó una transición post mórtem hacia la democracia. Franco era un hombre de orden y cuartel, melancólicamente convencido de que los “demonios familiares” del separatismo y la anarquía inevitablemente conducirían a los españoles a la catástrofe, a menos que una mano dura lo evitara.

Afortunadamente, Juan Carlos, el joven Borbón seleccionado, educado y designado por Franco para continuar su régimen autoritario al frente del Estado, tenía una idea diferente de España. Sabía que sólo podía o valía la pena reinar en una nación democrática en la que la Corona estuviera subordinada a la Constitución y al Parlamento, como era la norma en el norte de Europa occidental.

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España se recupera

Parece que termina la recesión española. Ya era hora. Ha durado cinco años y ha sido dura. La economía creció unas décimas este trimestre. Es una señal débil, pero buena. El desempleo sigue siendo altísimo (26.6% de la fuerza laboral potencial), pero la única manera racional de reducir ese flagelo es con crecimiento e inversiones que acaben produciendo beneficios para que se sostenga el ciclo.

El camino adoptado por España, comenzado en los últimos tiempos del socialista José Luis Rodríguez Zapatero, cuando congeló las pensiones, y luego seguido por Mariano Rajoy, ha sido el de la austeridad. Eso quiere decir recorte del gasto público y reducción del endeudamiento. No se podía continuar creando infraestructuras a veces innecesarias (aeropuertos sin clientes, trenes veloces nada rentables, carreteras extraordinarias para pocos vehículos).

De estas crisis se sale generando riquezas y éstas sólo se producen en las empresas. La cuenta es relativamente sencilla. España tiene algo más de 47 millones de personas en su territorio. De esa cifra, hay casi 23 millones que podrían trabajar, pero sólo lo hacen 16 millones y medio. Un poco más de 6 millones están desempleados.

Grosso modo, de los 16 millones y medio que trabajan, unos 13 y medio lo hacen en actividades privadas, mientras casi 3 devengan su salario del sector público. El porcentaje de trabajadores del Estado –nacional, regional o local—está muy cerca del promedio de la Unión Europea, pero la relación entre quienes trabajan en empresas privadas y la totalidad de la población es muy baja.

Trece y medio millones de trabajadores deben mantener a 47 millones de españoles y pagarles su salario a casi 3 millones de empleados públicos. Entre los españoles que deben ser mantenidos hay 15 millones y medio de lo que llaman personas inactivas: pensionados (más de 7 millones), estudiantes (2.5 millones), incapacitados permanentes (1 millón y medio), labores del hogar (4 millones) y otros ciudadanos.

Es una tarea demasiado ardua que sólo se alivia creando las condiciones para que trabaje más gente. ¿Cuántos? Teóricamente, el universo de trabajadores posibles es de 23 millones. Casi diez más de los que lo hacen en el sector privado. Pero de nada sirve que lo hagan en actividades poco productivas, como creen algunos keynesianos de andar por casa. Las actividades que no son lucrativas destruyen capital y arruinan a las sociedades.

No obstante lo dicho, España dista mucho de ser un país pobre. El PIB per cápita es de más de treinta mil dólares y excede un poco la media de la Unión Europea. Algunas comunidades autónomas son francamente ricas y se acercan a los cuarenta mil dólares: Madrid, Vascongadas, Navarra, Cataluña. Las pobres, ni siquiera lo son tanto. Extremadura, la peor de todas, es más rica en este indicador que Chile, el país más próspero de América Latina. Murcia, otra comunidad pobre, tiene el PIB per cápita de Corea del Sur.

Pero hay otros indicadores que señalan a España entre los primeros 25 países del planeta: escolaridad, longevidad, acceso a agua potable, alimentación, servicios médicos, seguridad, protección policiaca, instituciones de Derecho, libertades, comunicaciones. El país, en medio de la crisis del empleo, es uno de los espacios con mejor calidad de vida del mundo. Sigue siendo un gran vividero.

La asignatura pendiente la conocen todos: hace falta desarrollar un tejido empresarial más extenso, competente y productivo. Mientras eso sucede, si es que alguna vez llega a ocurrir, los españoles vuelven a hacer las maletas y emigran. Por una parte, el país pierde a un buen grupo de trabajadores, pero, por la otra, son personas que adquieren conocimientos, experiencias y ahorros que podrán utilizar en el futuro en su propio país.

En ese sentido es una bendición que quienes no tienen trabajo puedan encontrarlo en Alemania, Holanda o Suiza. Hay que ver a la Unión Europea como un gran espacio laboral y perderle el miedo a los idiomas distintos o a los climas inhóspitos. La globalización también es eso.