El síndrome populista

¿A qué nos referimos cuando calificamos de populista a un político o a un Gobierno? ¿Cómo es posible colocar en el mismo saco a Donald Trump, a Bernie Sanders (¿por qué no?) y a Nicolás Maduro? Dios los cría, los diablos de la derecha y de la izquierda los separan, pero el populismo los junta.

Muy sencillo: procediendo como se hace en medicina. Calificamos de ‘síndrome’ a ciertos síntomas coincidentes. No sabemos exactamente qué causa la enfermedad, pero el médico conoce, en líneas generales, cómo se comporta. Cuando están presentes uno o varios de los síntomas, declara la existencia del mal en el paciente y procede a tratarlo.

¿Cuáles son esos síntomas del síndrome populista o neopopulista? Hemos identificado 15. Basta con que estén presentes varios de ellos para proceder a diagnosticar como populista a cualquier persona o Gobierno que los exhiba.

Anotemos, esos quince rasgos: Continuar leyendo

La hora terrible de los hombres fuertes

Las calles de América Latina se han llenado de personas que protestan airadamente contra sus gobiernos. Las protestas son contra gobiernos de izquierda (Venezuela -el peor de todos-, Brasil, Ecuador, Bolivia, Chile, Nicaragua y Argentina); contra los de centro (Perú y México); y contra los de derecha (Guatemala y Honduras). Seguramente se sumarán otros en el camino.

Quienes recorren las calles en América Latina se quejan, esencialmente, por uno, varios o todos de los siguientes doce motivos: la corrupción, la ineficiencia, la inseguridad frente a los delitos violentos, la impunidad de los criminales, la subordinación de los otros poderes republicanos el legislativo y el judicial- a la voluntad del ejecutivo, el descarado cambio de las reglas para mantenerse en el poder indefinidamente, la violación de los derechos humanos, las trampas electorales, el control sobre los medios de comunicación, el desabastecimiento, el atropello de los derechos previamente concedidos a gremios o pueblos primigenios y los irresponsables maltratos al delicado ecosistema.

El fenómeno es gravísimo. La percepción general es que en la región se gobierna terriblemente mal, lo que en parte explica el secular atraso relativo. Se ha roto el contrato social entre gobernantes y gobernados, y estos últimos les niegan su consentimiento a los primeros. Tanto va el cántaro a la fuente hasta que se rompe.

En la concepción republicana, todos somos iguales, estamos obligados a cumplir las leyes, no podemos hacer constituciones o dictar leyes a gusto de una camarilla abusadora, las elecciones son para organizar los mecanismos colectivos de toma de decisión y no para legitimar a unos mandamases corruptos.

Asimismo, se supone que los políticos y funcionarios obtengan sus cargos y asciendan y se mantengan en ellos por sus méritos y no por sus relaciones. Se trata de servidores públicos que llegan al gobierno para cumplir con el mandato que le ordena la sociedad que los ha elegido. No los han seleccionado para mandar, sino para obedecer. Esa, al menos, es la teoría.

Y la teoría no está equivocada. Los latinoamericanos la hemos violentado hasta hacerla fracasar.

La han violentado los malos empresarios, quienes, en contubernio con los gobernantes, se reparten las rentas y les cierran el camino a los actores económicos carentes de padrinos o incapaces de incurrir en sobornos.

Se han burlado de ella los gremios y sindicalistas que negocian privilegios con el poder a sabiendas de que les hacen casi imposible a los jóvenes entrar en el mercado laboral.

Le han hecho mucho daño ciertos religiosos de todos los rangos, ciertos periodistas palabreros y ciertos profesores radicales que condenan la búsqueda del triunfo personal, como si lograr el éxito económico en la vida –logro viene de lucro—fuera delito y pecado.

Por supuesto que el diseño republicano funciona y es correcto. Lo vemos en la veintena de países más prósperos y libres del planeta. Unos son repúblicas y otros monarquías parlamentarias, pero todos aceptan las normas esenciales del Estado de Derecho parido por la Ilustración y perfeccionado por las revoluciones liberales.

Entre esas naciones exitosas, unos gobiernos son liberales que renunciaron al anticlericalismo de los primeros tiempos, mientras otros son socialdemócratas que se despojaron de las supersticiones del marxismo, democristianos carentes de fanatismo religioso y conservadores que abandonaron el regusto por la mano dura y el culto desmedido por el orden.

A veces integran coaliciones, a veces se adversan en el terreno político, pero siempre se suceden democráticamente en el ejercicio del poder. Forman parte de una misma familia política presidida por la tolerancia, surgida de las revoluciones americana y francesa, aunque dividida por un factor importante, pero no vital ni irreconciliable: la intensidad y destino de la carga fiscal, lo que determina el tamaño y las responsabilidades que cada grupo le atribuye al Estado.

No incluyo en ese linaje a comunistas, fascistas y autoritarios de todo pelaje –militaristas, ultranacionalistas, fanáticos religiosos—porque no creen en la virtud de convivir con el que es diferente y respetarlo, ni en el pluralismo inherente a toda sociedad, ni en la alternancia democrática en el gobierno, como demuestra el infinito rastro de cadáveres que han dejado en sus esfuerzos por conservar el poder.

Es conveniente que los latinoamericanos aprendamos de una vez una lección bastante obvia: la estructura republicana es muy frágil y sólo se sostiene a largo plazo si las sociedades son capaces de segregar gobiernos que acepten y cumplan las reglas que le dan sentido y forma a esa manera de organizar la convivencia. O gobiernan bien o todo se va a bolina.

Cuando gobiernan mal, sobreviene primero la generalizada sensación de fracaso, y luego los caudillos, los militares de ordeno y mando, los revolucionarios iluminados, y se enseñorean sobre nuestros pueblos agravando todos los males que juraban arreglar. Ésa es la hora terrible de los hombres fuertes.

Libertad o prosperidad: el falso dilema

Nos dicen que hay que sacrificar la libertad para alcanzar la prosperidad. Mentira. Ese es un falso dilema, generalmente planteado por los autoritarios. La prosperidad es muy conveniente para nuestro bienestar material, pero la libertad es absolutamente necesaria para nuestro bienestar emocional. No hay que elegir.

La libertad tiene que ver con el dolor de vivir enmascarado. Bruce Jenner -por ejemplo-fue un gran deportista y se convirtió en señora. Ahora es feliz. Al menos más feliz que antes. Se despojó de la máscara. En Irán la hubieran ahorcado del extremo de una grúa para que el crimen sirviera de escarmiento, sin tener en cuenta que su único delito era buscar la coherencia interna.

Otro caso: el funcionario equis, para que no le hicieran daño, aplaudía consignas y personajes en los que no creía. Le parecían ridículos, pero tenía que sobrevivir. Hasta que el día en que controló su vejiga, venció sus miedos, se atrevió a decir que no y se transformó en un disidente. Fue muy duro, porque la dictadura era severa, pero por primera vez en su vida se sintió en paz consigo mismo.

Hay mil ejemplos posibles. La libertad es eso: poder tomar decisiones congruentes con nuestras creencias y valores. Elegir las ideas que nos parecen correctas, seleccionar sin imposiciones externas nuestros amigos, nuestros libros, nuestros afectos, nuestros proyectos de vida, nuestras carreras, nuestras preferencias sexuales; creer en ciertos dioses o en ningún dios. También, claro, poder escoger a nuestros gobernantes y oponernos vehementemente a los que nos resultan nefastos. Continuar leyendo

La corrupción y sus tres enormes daños

México y corrupción son dos palabras que siempre van “de pipí cogido”, como dicen con picardía los colombianos.

La corrupción en Venezuela es mayor, y la de Argentina no anda muy lejos, según Transparencia Internacional, pero, a juzgar por lo que acontece en Chile, Brasil y Cuba, parece un mal endémico hispanoamericano. El continente, con pocas excepciones, es una pocilga.

En todo caso, el gobierno mexicano quiere acabar con la corrupción. Ya era hora. ¿Es eso posible? ¿Cuándo comenzó? Te lo dicen, riendo, tan pronto pones un pie en el país.

Los conquistadores españoles torturaban a Cuauhtémoc, el cacique azteca, para que revelara dónde escondía el oro:

-Dime, maldito indio, dónde está el oro –gritaba el torturador, por medio del intérprete, mientras le quemaba las manos y los pies al aguerrido príncipe.

-He dicho cuarenta veces que está enterrado a 50 pasos de la pirámide, debajo de la palmera –gritaba Cuauhtémoc retorciéndose de dolor.

-Dice que no sabe, y que si lo supiera no lo diría nunca –tradujo el intérprete afilándose secretamente los dientes.

Allí empezó todo. Muy al principio. La confusión entre lo público y lo privado está en el ADN de América Latina y en el de las tres cuartas partes del planeta. A Hernán Cortés le dieron los tributos de 20,000 indios como recompensa por la conquista de México. Luego se los quitaron y el fiero capitán acabó en Europa, pobre y malhumorado, sin poder olvidar el olor a chamusquina de la carne quemada.

Algunos cínicos o pragmáticos –a veces es lo mismo– sostienen que la corrupción es una forma lateral de distribución de la riqueza y aumento de los ingresos, encaminada a estabilizar la sociedad por medio de una trama de intereses y complicidades.

No lo creo. Los daños que provoca la corrupción sin castigo suelen ser devastadores. Anotemos tres dentro de una lista infinitamente mayor.

Primero, pudre la premisa esencial del Estado de Derecho desmintiendo el principio de que todos están sujetos a la autoridad de la ley. Si el político o el funcionario roban impunemente, o reciben coimas por otorgar favores, ¿por qué el ciudadano común va a pagar impuestos? ¿Qué le impide mentir o hacer trampas?

La ley establece que es delito vender cocaína y también apoderarse de los bienes públicos. ¿Por qué no vender cocaína si otros desfalcan impunemente el tesoro nacional? ¿Por qué no asaltar un banco? ¿Qué diferencia moral hay entre robarles a todos o robarle a una empresa o a una persona específicamente?

Segundo, adultera y encarece todo el proceso económico. La economía de mercado está basada en la libre competencia. Se presume que los bienes y servicios compiten en precio y calidad. Es el consumidor final el que decide cuál empresa pierde o gana. Cuando un político o un funcionario favorecen a una empresa a cambio de una comisión, esta operación non sancta fuerza al consumidor a seleccionar una opción peor y más cara, dado que el costo de la corrupción se agrega a los precios. Por otra parte, la corrupción elimina los incentivos para innovar y mejorar la calidad de lo ofertado, mientras reduce notablemente la productividad, que es la base del crecimiento. ¿Para qué ser más productivos y bajar los costos si tenemos a una clientela cautiva? ¿Para qué diseñar un auto nuevo y mejor si el cliente está obligado a comprar el de siempre? A veces son las propias empresas las que distorsionan el mercado pactando entre ellas para aumentar los precios. Esa es otra forma grave de corrupción.

Tercero, destroza la estructura ideal de la meritocracia a que debe aspirar toda sociedad sana. Debilita la pasión por estudiar y frena el impulso de los emprendedores. En las sociedades corruptas prevalecen las conexiones personales. “El que tiene padrinos se bautiza”. Ésa es la consigna general. Los vínculos son más importante que el esfuerzo por competir en un mercado abierto y libre. ¿Qué sentido tiene quemarse las pestañas estudiando cuando, para enriquecerse, basta pasarle un sobre bajo la mesa a un funcionario corrupto? ¿Para qué sudar y penar en el esfuerzo por crear una empresa exitosa, si para lograr el triunfo económico basta una combinación entre las relaciones personales y la falta de escrúpulos?

No hay duda: la corrupción acaba con el sistema político, el económico y con los valores morales. Pregúntenles a los españoles que hoy transitan por ese calle oscura e incierta. Por supuesto que la corrupción es una tendencia presente en nuestra especie. Eso se sabe, pero no es una buena excusa. O la combatimos y la derrotamos o nos devora. Así de simple.

Índice y decálogo de los países desdichados

Bloomberg Business reveló recientemente que Venezuela es el país más “miserable” del mundo. La traducción es demasiado literal. En español sería más apropiado decir que es el más “desdichado”.

La aseveración de Bloomberg surge de la aplicación de una simple fórmula acuñada hace más de medio siglo por el economista norteamericano Arthur Okun: se suman el nivel de desempleo y el índice de precios. Con esos elementos se compila el “Misery Index”.

Venezuela, en efecto, tiene la inflación más alta del planeta, lo que se refleja en el índice de precios, pero su nivel de desempleo es bajo: menos de un 7%, aunque la mayor parte de los puestos de trabajo han surgido en el sector público, dado que miles de empresas han debido cerrar sus puertas por las desquiciadas medidas antieconómicas del gobierno chavista.

El segundo país en ese “Índice de Desdicha” es Argentina. A una escala menor, el gran país sudamericano también es víctima de una altísima inflación. Nada nuevo bajo el sol. Lleva décadas de intermitentes malos gobiernos. Como el bandoneón que tanto gusta en aquellos parajes, se expande o contrae frecuentemente. Ahora está en una fase aguda de contracción.

La inflación y el desempleo son dos flagelos que explican la desgracia de una sociedad, pero no son suficientes. Yo agregaría otros ocho factores para construir el decálogo de las desdichas capitales.

El desabastecimiento sería el tercero. Pasarse la vida en una fila esperando para poder comprar algo es una maldición que suele materializarse en los países socialistas de economía centralizada y controles de precios. Los venezolanos ya han descubierto el horror de pelearse a puñetazos por comprar unos pollos o tres rollos de papel higiénico.

El cuarto sería el porcentaje de delitos. Es espantoso vivir con la guardia en alto, encerrado en la propia casa, sometido a un virtual toque de queda porque tan pronto se pone el sol los ladrones, asesinos y violadores salen a cometer sus fechorías. Según el International Crime Index, que computa una docena de graves violaciones de la ley, Venezuela es el segundo país del planeta en número de delitos (84.07). El peor es Sudán del Sur (85.32), un país recién estrenado en medio de una guerra civil. Más de 50 se considera una sociedad peligrosa. Singapur, la menos peligrosa: 17.59.

El quinto es el nivel de corrupción de la administración pública. Como se trata de delitos ocultos, hay que confiar en la opinión general de la gente. La institución dedicada a medir estas percepciones es Transparencia Internacional. De acuerdo con ella, Venezuela es una pocilga. Es el 160 de 175 países escrutados. El peor, con mucho, de Hispanoamérica.

El sexto es la protección y la calidad de la justicia. Si cuando usted tiembla, llama a la policía para que lo proteja, es una buena señal. Si cuando la policía se acerca, usted tiembla, la situación es muy grave. A la labor de los agentes del orden se agrega la existencia de leyes razonables, jueces justos, procesos rápidos y cero impunidad.

El séptimo es la movilidad social. La posibilidad real de mejorar la calidad de vida por medio del esfuerzo propio. No hay situación más triste que saber que, hagas lo que hagas, tu vida seguirá siendo pobre, y lo más probable es que mañana será peor que hoy.

El octavo es el PIB per cápita. Es decir, la suma del valor de los bienes y servicios producidos por una sociedad durante un año. Se podrá alegar que la repartición es desigual, pero hay una evidente correlación entre el PIB per cápita y la calidad de vida. Como regla general, los 20 países con mayor PIB per cápita del mundo son los que encabezan el Índice de Desarrollo Humano que publica la ONU.

El noveno elemento es la libertad. Aunque no se menciona, los países menos libres, aquellos en los que la camarilla del poder toma todas las decisiones, aporta todas las ideas e impone sus dogmas por la fuerza, son los más pobres y los menos dichosos.

El décimo, por último, es la cantidad de emigrantes. No hay síntoma más elocuente del fracaso de una sociedad que el porcentaje de gente que tiene que escapar de ella para sobrevivir. Mientras más educada es la emigración –como sucede con la venezolana—más evidente es el desastre. Cuando emigran los emprendedores, los ingenieros, los médicos, las personas que teóricamente pudieran labrarse un buen porvenir en la patria en que nacieron, es la señal de que estamos ante sociedades fallidas.

Hay que compilar ese índice. Cruzar esas variables sería muy útil.

Entre los comisarios y el mercado

Parece que una parte sustancial de los artistas e intelectuales españoles, incluidos los medios académicos, va a votar por PODEMOS, la formación política neocomunista que ha irrumpido con fuerza en la escena política.

No me extraña. La intelligentsia latinoamericana y española, como regla general, suele ser estatista. A eso le llaman ser de izquierda. Los escritores, artistas plásticos, músicos, cineastas, actores, autores dramáticos, y, especialmente, los catedráticos y estudiantes de Ciencias Sociales y de Humanidades (antropólogos, sociólogos, arqueólogos, filósofos, teólogos, pedagogos, periodistas, etc.), se sitúan a la izquierda del espectro político. Se colocan, con variable intensidad, en el campo del estatismo.

Pero no todos. Por la otra punta de este fenómeno, en general, una buena parte de las facultades de ingeniería, arquitectura, medicina, odontología, informática, Ciencias Empresariales, y tal vez la mitad de los economistas y abogados, tanto profesores como alumnos, mantienen una actitud diferente.

Entre estos profesionales y aspirantes a serlo abunda un mayor porcentaje de personas que pudiéramos llamar liberales, en el sentido que se le da a ese término en América Latina y Europa. Confían mucho más en el esfuerzo individual, se inscriben en el espacio político del centroderecha, y desconfían de la gestión del Estado porque la experiencia les ha demostrado que suele ser desastrosa.

La izquierda está convencida de que le corresponde al Estado, administrado por gobiernos populistas, producir ciertos bienes o gestionar directamente una gran cantidad de servicios para el pretendido beneficio del “pueblo”, lo que inevitablemente significa la adjudicación y el manejo de un alto porcentaje de la riqueza que la sociedad produce.

La derecha, persuadida de que ése es el camino más corto al aumento de la corrupción, al clientelismo, al descalabro económico y al surgimiento de atropellos contra los individuos, defiende que los bienes se produzcan o los servicios se brinden dentro del ámbito privado. Serán mejores, alega, y resultarán más económicos.

¿Por qué esa marcada inclinación populista de la intelligentsia? Sospecho que se trata de una fatal consecuencia del mercado. El vasto campo de los intelectuales y artistas ofrece una mercancía que, independientemente de su calidad, salvo algunas excepciones, difícilmente puede sostenerse motu proprio entre los consumidores. La inmensa mayoría depende fatalmente de cátedras universitarias, subsidios, becas o premios que suelen ser abonados por medio de los presupuestos oficiales. Son “cazadores de rentas”.

En cambio, los profesionales que suministran algún servicio demandado por la sociedad, pese al riesgo que ello entraña, confían mucho más en el mercado que en la seguridad de colocarse bajo el ala protectora del Estado y recibir un salario mensual o alguna suerte de prebenda.

A esa intelligentsia estatista que rechaza el mercado con un despreciativo aire de superioridad, le gusta autopercibirse como solidaria y generosa, pero, aunque algunos o muchos de sus miembros tengan esos rasgos, en realidad se trata de un grupo que, como es frecuente, defiende sus intereses individuales y busca la protección de un patrón que le garantice la seguridad económica, divulgación y cierta fama profesional.

Claro, eso tiene un costo. En general, las dictaduras ilustradas, es decir, las que poseen un corpus ideológico que define sus presupuestos y objetivos –comunistas y fascistas en primer lugar–, son las que con más habilidad crean instituciones y mecanismos dedicados a controlar a la intelligentsia.

Lo hacen mediante un sistema claramente conductista de refuerzos positivos y negativos, administrado por inflexibles comisarios culturales que manejan  (en Cuba utilizan el verbo “atender”) los gremios en los que colocan a los periodistas, escritores, artistas plásticos y otros intelectuales para servirse de ellos.

Esos gremios son jaulas sin barrotes en las que estabulan a la intelligentsia para vigilarla y organizarla de manera que, dócilmente, los intelectuales firmen documentos, y aprendan y repitan consignas que le sean útiles al régimen para construir y sostener su relato. Si asumen los dogmas de la secta y colaboran en estas tareas, se les remunera generosamente y se les llena de premios y lisonjas. Si se oponen, se les castiga y desacredita.

En cambio, en los regímenes democráticos realmente libres, regidos por la economía abierta, la intelligentsia no está sujeta al látigo de los comisarios, sino a las preferencias del mercado, lo que, con frecuencia, resulta económicamente perjudicial y riesgoso para estos intelectuales y artistas.

¿Es preferible el comisario o el mercado? Los comisarios son despreciables policías del pensamiento que exigen un insoportable sometimiento. El mercado –la libre preferencia de la sociedad—no tiene corazón y los artistas e intelectuales pueden naufragar, pero hay libertad. El mercado es mil veces mejor.