Desde el este, augurios de “decadencia” norteamericana

Estados Unidos ya está en franca decadencia. Por lo menos, esa es la percepción que desea proyectar Russia Today (RT), la voz oficial del Kremlin en Occidente por medio de Internet.

Más allá de la propaganda, ¿es eso verdad? Al fin y al cabo, todas las potencias hegemónicas algún día dejan de serlo. Francia, que tuvo un siglo XVIII espléndido, o España y Turquía, que reinaron en el XVI y el XVII, son hoy una sombra de lo que fueron.

Se supone que dentro de cinco años el ejército de tierra inglés no será más numeroso que la policía de New York. El Reino Unido, que fue el gran poder planetario en el siglo XIX, se encoge progresivamente, década tras década, y ya ni siquiera es imposible que se desuna y pierda Escocia.

¿Cómo se juzga la fortaleza de una sociedad, incluido el Estado segregado por ella? Continuar leyendo

La psicopatología de los censores

N. de E.: Reproducimos aquí el discurso brindado por Carlos Alberto Montaner ante la Sociedad Interamericana de Prensa (Miami) el pasado 30 de noviembre y que llevara como subtítulo “Radiografía latinoamericana: la libertad de prensa y la democracia”.

En memoria de Agustín Alles, buen periodista y buen amigo

En foros como éste, generalmente, y es una labor muy útil, se suele hacer una descripción detallada de cuáles son los peligros que acechan a la libertad de prensa, quiénes son sus más encarnizados enemigos y cuáles son las deplorables acciones que realizan.

No obstante, voy a acercarme al fenómeno desde una perspectiva diferente: ¿por qué sucede? Es decir ¿por qué hay gobernantes que requieren del aplauso absoluto de la sociedad?  ¿Por qué hay personas que necesitan silenciar a sus opositores y construir un mundo irreal de apoyos, como aquellas “aldeas Potemkin” que se construían en Crimea para persuadir a la implacable zarina y a quienes visitaban a Rusia de que en el enorme país se vivía una realidad espléndida y próspera? ¿Por qué estos gobernantes dedican enormes recursos a la innoble tarea de edificar sociedades corales que repitan mecánicamente el discurso oficial? Y con el objeto de lograr esa conducta de los asustados ciudadanos, convertidos en súbditos obedientes, ¿están dispuestos a crear estados policíacos dedicados a vigilar y confirmar que todos suscriban las mismas ideas y a castigar a los que se desvíen del guión obligatorio? ¿Por qué el gobierno de Cuba, y en menor escala (todavía) los de Venezuela y Nicaragua, impiden las manifestaciones de los opositores y las enfrentan con actos de repudio orquestadas por la policía política para acallar las voces de protesta, como si la unanimidad fuera un comportamiento normal, cuando sucede exactamente lo contrario?

¿Por qué se presentan los actos de repudio, esos pogromos modernos, como si fueran expresiones espontáneas de la sociedad ofendida por los disidentes, cuando todo el mundo sabe que se trata de manifestaciones de odio organizadas y dirigidas por el grupo dominante para aplastar o silenciar la inconformidad de ciertas personas y, de alguna manera, para ratificar el supuesto apoyo mayoritario que tienen el líder supremo y su gobierno? ¿Por qué hay gobernantes que necesitan tener razón siempre, y, cuando no la tienen, ocultan la realidad, deforman los hechos y convierten la divulgación de la información que los contradice en un delito de lesa patria? ¿Quién puede creer en la neurótica uniformidad de Corea del Norte? ¿No se ha visto, tras la caída de todas las dictaduras, las de derecha e izquierda, que esos regímenes monolíticos, empeñados en mostrar panoramas sociales y políticos uniformes, son pura coreografía dirigida por los comisarios políticos? En definitiva: ¿por qué ocurre este comportamiento anómalo?

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Árabes buenos y malos

Centenares de muertos y miles de heridos es una carnicería excesiva. Obama le ha pedido a la junta militar egipcia el ejercicio de dos virtudes ajenas a la cultura y la tradición del país: tolerancia y moderación. Pese a que el presidente estadounidense también dijo que su país no podía ni quería decirles a los egipcios cómo debían conducir sus asuntos internos, eso, precisamente, fue lo que hizo. Solicitó elecciones libres y un poder limitado por la ley.

Francamente, me parece muy difícil que lo complazcan.

Estados Unidos, no cabe duda, ha sido la nación más exitosa del planeta a lo largo del siglo XX y en lo que va de nuestra centuria. El experimento republicano de las trece colonias, que a fines del siglo XVIII parecía condenado a fracasar, dio lugar a un país asombrosamente rico y fuerte que hoy es la única superpotencia de la tierra. Sin embargo, ese fenómeno, aunque es voluntariamente imitable, no se puede inducir desde el exterior.

Al contrario de lo que sucedía en el país de Washington y Jefferson, el núcleo de tensión que prevalece entre los árabes islamistas no consiste en limitar la autoridad del gobierno, proteger los derechos individuales y crear unas relaciones de poder basadas en la meritocracia y la igualdad ante la ley (para lo cual son fundamentales la tolerancia y la moderación), como estableció Estados Unidos cuando se separó de Inglaterra.

El conflicto en el mundillo árabe es de otra naturaleza: dirimir por la fuerza el mortal enfrentamiento entre dictaduras militares seculares, generalmente antioccidentales, que se consideran progresistas, aunque progresen poco, y los partidarios de un modelo teocrático opresivo que defienden la creación de un Estado islámico regido por la sharía o ley fundada en el Corán, cuyo principal objetivo, desgraciadamente, es destruir al Estado de Israel y luchar contra los infieles, ya sean cristianos coptos o libaneses maronitas.

Es, en fin, una pelea a cuchillo entre militares laicos, broncos, feroces y autoritarios, provistos de ideas políticas nacionalistas teñidas por supersticiones socialistas, y religiosos imbuidos de creencias fantásticas comprometidos con Alá para someter al género humano a la autoridad del Corán.

Para el resto del mundo, por lo tanto, generalmente no se trata de escoger entre demócratas liberales y fundamentalistas religiosos (eso sería demasiado fácil), sino entre militares despóticos, usualmente corruptos y asesinos, y fundamentalistas religiosos, casi siempre agresivos y peligrosos, lo que suele conducirlos a mataderos en los que ellos son víctimas o victimarios en nombre de la verdad definitiva revelada a Mahoma en el desierto.

En Washington no se entiende esta fatal disyuntiva. Muchos políticos y funcionarios padecen de etnocentrismo. Piensan que todos los países pueden y deben crear un modelo de estado presidido por la libertad individual, servido por un gobierno controlado por la constitución y limitado por los equilibrios y contrapesos.

En realidad, esa fórmula es extraordinaria, pero, para que funcione, previamente tiene que existir una sociedad (o al menos una élite dirigente) dispuesta a practicar la tolerancia, definida como la decisión de convivir pacíficamente con todo aquello que no nos gusta, a colocarse bajo la autoridad de la ley, a admitir que nuestras verdades y convicciones no son únicas e infalibles, y a ejercitar la cordialidad cívica con un adversario al que no hay que amar, pero que merece nuestro respeto.

En las sociedades árabes esos factores son excepcionales. Hay individuos que poseen ese perfil, y hasta se agrupan en pequeñas instituciones que proclaman estas reglas de juego. He conocido liberales marroquíes, sirios, libaneses y tunecinos, lo que me hace pensar que también debe haberlos en Egipto y en el resto de la geografía árabe, pero carecen de peso específico para hacer girar a sus países en la dirección que el 4 de julio de 1776 los norteamericanos adoptaron en Filadelfia.

Mientras no ocurra ese cambio de valores, es una ingenuidad tratar de escoger entre gobernantes árabes “buenos” y “malos”. La alternativa es mucho más agónica.