Emigrar o morir: la hora de la compasión

Sirios y libios huyen de la muerte. Sus países se han convertido en mataderos. Escapan a donde pueden. Ya hay dos millones radicados en Turquía. Un tercio de la población libanesa proviene de Siria. En los últimos tiempos, 435,000 han conseguido llegar a Europa. Italia y Grecia son los países más castigados. No se trata de una invasión de gentes decididas a dominar la tierra a la que llegan, como sucedía en el pasado, sino de una estampida de familias desesperadas porque quieren salvar el pellejo.

Algo parecido, pero a otra escala mucho menos dramática, sucede en América. Los centroamericanos del triángulo norte –Guatemala, El Salvador y Honduras— huyen de las decenas de miles de maras que aterrorizan a esos países. La extorsión es la norma. Le aplican a cualquiera, por pobre que sea, la brutal ley de “plata o plomo”. O pagan o los matan. O les asesinan a un hijo.

La policía que persigue a los delincuentes con frecuencia se confunde con ellos. A un buen amigo que vive en El Salvador lo han asaltado dos veces en la frontera guatemalteca. Los ladrones eran policías. En México ocurre otro tanto. El escritor cubano Raúl Rivero jura haber leído en Tamaulipas un elocuente titular de periódico: “Chocan un tren y un autobús. Los heridos y sobrevivientes huyeron despavoridos a la llegada de la policía”. Si non e vero e ben trovato.

¿Qué deben hacer las víctimas ante este letal fenómeno de inseguridad? Obviamente, lo que hacen las personas víctimas de persecuciones o en peligro de muerte: huir. Lo hicieron los peregrinos del Mayflower. Yo lo hice cuando era un muchacho. Mi familia lo hizo.

Pero, ¿y las naciones receptoras de inmigrantes? Es absolutamente cierto que un cambio demográfico sustancial y relativamente rápido puede transformar el modo de vida de una región o de una nación.

Hay cien ejemplos.

Los europeos –españoles, ingleses, franceses, portugueses, holandeses— que llegaron a América barrieron con las formas de vida de los habitantes nativos e impusieron sus dioses, sus creencias, sus instituciones, todo. A los comanches, a los aztecas e incas, a los arahuacos, no les quedó otra opción que el lamento, la subordinación total, el suicidio o la rebelión, que era otra forma de perder la vida.

A veces se trata de matices. Los cubanos le han impuesto su sello a Miami, “la ciudad más cercana a Estados Unidos”, como dicen irónicamente los “anglos”. Creo que esa influencia le ha dado cierto mestizaje cultural muy positivo, luego enriquecido con venezolanos, colombianos, nicaragüenses, argentinos y otros latinoamericanos supervivientes de mil catástrofes, siempre dentro de un marcado acento latino, como sucede en Los Ángeles o en San Antonio con relación a los mexicanos.

Al fin y al cabo, tenía razón mi amigo Samuel Huntington, con quien colaboré en el libro Culture Matters junto a Larry Harrison: una riada imparable de inmigrantes modifica el sesgo de la civilización previamente asentada. Así ha sido desde tiempos inmemoriales y así ocurrirá en el futuro.

¿Qué pueden hacer Europa y Estados Unidos ante la inevitable entrada de refugiados?

Resignarse, reducir los daños y convertir la crisis en ventajas. Poner muros es inútil. Los saltarán, los rodearán o cavarán túneles. Y los que lleguen indocumentados, si no les franquean las puertas, constituirán guetos y surgirán mafias que los controlen. Es peor.

Lo sensato es regularlos, explicarles cómo funcionan las sociedades democráticas regidas por la ley, dispersarlos por el territorio, y permitirles que estudien, trabajen y se incorporen plenamente a su nueva realidad. No hay que temerles. La infinita mayoría viene en son de paz. Buscan oportunidades y seguridad para ellos y sus hijos. A medio plazo, convienen y crearán riquezas. Traen el “fuego del inmigrante”.

Lo justo, por otra parte, es exigirles seguro médico y negarles los beneficios del estado benefactor hasta que hayan contribuido sustancialmente con la riqueza colectiva. Esa limitación desmentiría la hipótesis de que llegan en busca del welfare.

Recuérdese la imponente cifra: cada persona que vive en Estados Unidos, cuando nace o cuando se radica en el país, recibe un valor hipotético en infraestructuras e instituciones intangibles valoradas por el Banco Mundial en aproximadamente medio millón de dólares. El promedio europeo es algo menor, pero en algunos países, como Suiza o Suecia resulta, incluso, un poco mayor.

Las sociedades que durante siglos han amasado ese inmenso patrimonio material e inmaterial a base de trabajo y orden social (lo que las ha hecho inmensamente atractivas) tienen derecho a cuidarlo y a exigirles a los recién llegados que paguen su cuota antes de recibir los beneficios.

Pero lo primero, previo a pasarles la cuenta, es ayudarlos. Hoy se reconocen el derecho y el deber de proteger a las víctimas. Cerrarles la puerta es una vileza. Es la hora de la compasión.

El dilema sirio

El ejército sirio exterminó a centenares de sus ciudadanos como si fueran cucarachas. Muchos de ellos eran niños. Prácticamente todos eran civiles indefensos. La crueldad de ese gobierno no tiene límites. Los muertos ya exceden de cien mil.

Una de las hipótesis es que los generales de Assad utilizaron gas sarín para aterrorizar a sus adversarios. Ese compuesto comenzó como un devastador insecticida. Cuando los alemanes, en 1939, al año de haberlo descubierto, se percataron de que era 500 veces más poderoso que el cianuro, se apresuraron a convertirlo en un arma de guerra. En esa época el señor Hitler estaba más interesado en matar personas que insectos.

Eventualmente, todas las potencias lo fabricaron, pero en la década de los setenta decidieron prohibirlo. Sus efectos eran demasiado horripilantes. Mataba por asfixia en medio de crecientes dolores y el descontrol total de las funciones vitales. Las gentes morían convulsionadas, dando gritos y encharcadas en su orina y excremento.

Por eso, hace exactamente un año, el presidente Obama declaró que el uso de armas químicas, como el sarín, era la frontera de las atrocidades permitidas. A partir de ese punto, amenazó, Estados Unidos tomaría represalias directas contra el régimen de Assad.

Pero tal vez no haya sido gas sarín. Algunos expertos opinan que la muerte de estas víctimas se debió a una alta concentración de otros gases letales utilizados contra personas que estaban encerradas. Pudiera ser. No es un consuelo, pero acaso es un amable detalle que te asesinen con un gas permitido en vez de que recurran a otro que ha sido proscrito.

El horror es tanto que el canciller francés Laurent Fabius quiere entrar en combate para desalojar del poder a Assad y a su gobierno de criminales. Es la misma reacción de Sarkozy cuando se produjo el conflicto en Libia. Fueron los franceses, aliados de los ingleses, quienes alentaron la operación de la OTAN que terminó con el régimen (y con la vida) de Kadafi.

Francia es un país curioso. Hace un siglo dejó de ser potencia, pero conserva sus reflejos imperiales y actúa decididamente en lo que fue su zona de influencia. Los paracaidistas franceses han puesto orden (o algo parecido) en Gabón, Chad, Zaire, Costa de Marfil, República Centroafricana y en Mali. Es el gendarme africano.

París no manda los paracaidistas a Siria porque no es África. Es un hueso demasiado duro de roer. Sin embargo, es difícil que el presidente François Hollande se cruce de brazos. Siria y el Líbano, al fin y al cabo, fueron inventos franceses construidos con los escombros del Imperio Otomano tras el fin de la Primera Guerra.

¿Qué puede hacerse frente a los truhanes del gobierno sirio? Ya se sabe que Assad y sus secuaces son terribles, pero una parte de la oposición no le va a la zaga. No hay garantía de que quienes hereden el poder en Siria no basculen hacia alguna forma de fundamentalismo, incluido el manicomio de Al Qaeda.

Como no hay ninguna opción buena, habrá que elegir la que parece menos mala: salir del régimen de Bashar al-Assad y arriesgarse a explorar la posibilidad de contribuir a instalar en Siria un gobierno del que se esperarían al menos los cinco objetivos primarios que me enumeró un experto en la región que prefiere el anonimato para que no lo expulsen de su cargo en la ONU:

  1. Que no asesine y torture a sus ciudadanos, renunciando a las incomprensibles matanzas entre chiíes y suníes.
  2. Que rompa su alianza con Irán.
  3. Que abandone sus lazos con Hezbolláh, una organización justamente calificada como terrorista.
  4. Que respete la soberanía del Líbano.
  5. Que haga las paces con Israel y admita el derecho a existir que tiene ese país.

¿Cómo ganar esa guerra? Esto es lo que me dijo el diplomático: “Ayudando abundantemente a la oposición siria con armas y pertrechos canalizados por medio de los franceses y pagados por los saudíes. Nadie es tan ingenuo de esperar que se establezca en el país una democracia respetuosa de los derechos civiles. A estas alturas, el mundo se conformaría con que se detuviera la carnicería”. Tal vez tenga razón.