Los dos planes de Nicolás Maduro

Nicolás Maduro sabe que perderá las elecciones del 6 de diciembre. El desastre es demasiado intenso. Lo dicen todas las encuestas. El 90% de los venezolanos quiere un cambio. El 80% culpa a Maduro. El 70% está decidido a votar contra ese Gobierno meticulosamente incompetente.

Los venezolanos están cansados de hacer colas para comprar leche, papel higiénico, cualquier cosa. Les horroriza la inflación. Todo es más caro cada día que pasa. El salario de un mes se consume en una semana. Les asquea la corrupción. Saben o intuyen que la cúpula chavista es una asociación de maleantes en la que no faltan los narcotraficntes, todos coludidos para saquear al país. A falta de harina, la violencia es la arepa de cada día. Caracas es una de las ciudades más peligrosas del mundo. Y de las más sucias (La cubanización también es eso: escombros y aguas negras regadas sobre un gastado pavimento lleno de agujeros).

Pero Maduro obedece ciegamente un axioma castrista: “La revolución no se entrega nunca”. La revolución es una construcción verbal que, en realidad, quiere decir el poder. El poder es lo que no se entrega nunca. La revolución es una cosa plástica que se trasforma para no perder el poder. La construcción verbal tiene otros componentes retóricos: “pueblo, justicia social, antiimperialismo, pobres oprimidos, ricos codiciosos, multinacionales explotadoras, el enemigo yanqui”. Son cientos de expresiones con las que se arma el relato. Continuar leyendo

María Corina Machado y sus carceleros

Ocurrió. La ingeniera María Corina Machado fue formalmente acusada de intento de magnicidio y de conspirar contra Venezuela mediante un siniestro golpe de Estado. Las “pruebas” del magnicidio eran unos falsos correos enviados por Internet. Fueron fabricados por la policía del señor Nicolás Maduro. Google se encargó de corroborar el fraude. Era un trabajo excepcionalmente burdo.

¿Y qué? Al chavismo le trae sin cuidado ser sorprendido mintiendo. Ni siquiera se toma la molestia de rectificar o excusarse. Como en 1984, la novela de Orwell, el régimen posee un omnipotente Ministerio de la Verdad y en su neolengua escribe y reescribe la historia sin el menor recato. Continuar leyendo

El secreto de los Estados totalitarios

¿Cuál es la pieza clave en la construcción de la jaula totalitaria? Sencillo: la eliminación real de la separación de poderes, aunque se mantenga la fantasía formal de que continúa existiendo.

Lo explico.

Max Weber describió el fenómeno y acuñó la frase “monopolio de la violencia”. Lo hizo en La política como vocación. Era la facultad que tenían los Estados para castigar. Sólo a ellos les correspondía la responsabilidad de multar, encarcelar, maltratar y hasta matar a quienes violaban las reglas.

Podían, eso sí, delegar esa facultad, pero sin renunciar a ella. Permitir mafias y bandas paramilitares que actúan al margen de la ley descalificaba totalmente al Estado. Era una disfuncionalidad que lo convertía en una entidad totalmente fallida, en la medida en que abdicaba de una de sus responsabilidades esenciales.

No obstante, el Estado, si se acomodaba al diseño republicano, incluso si se trataba de una monarquía constitucional, no podía recurrir a los castigos sin que lo decidiera una corte independiente. Este tribunal, a su vez, debía interpretar una ley previa, y sancionar de acuerdo con un código penal igualmente aprobado por un parlamento independiente.

El Barón de Montesquieu, lector de John Locke, lo había propuesto en 1748 en el Espíritu de las leyes: el Estado debía fragmentar la autoridad en tres poderes independientes y de rango similar para evitar la tiranía. Las monarquías absolutistas reunían en el soberano esas tres facultades y eso, precisamente, las hacía repugnantemente autoritarias.

Si quien castigaba se arrogaba las facultades de hacer las reglas y de aplicarlas, la sociedad, carente de protección, se convertía en rehén de sus caprichos. Los gobernantes podían hacer de ella y con ella lo que les daba la gana.

Ese elemento –la separación de poderes— era la médula de las repúblicas creadas los siglos XVIII y XIX tras las revoluciones norteamericana, francesa y, por supuesto, latinoamericanas. De alguna manera, era la garantía de la libertad.

Este preámbulo viene a cuento del bochornoso espectáculo de la Venezuela de Nicolás Maduro, donde los paramilitares en sus motos, amparados por la complicidad del gobierno, asesinan impunemente a los manifestantes que ejercen su derecho constitucional a manifestarse pacíficamente.

Viene a cuento de un parlamento convertido en un coso taurino en el que se lidia a la oposición, se le clavan banderillas, se golpea a los diputados que protestan, o los expulsan arbitrariamente, como hicieron con María Corina Machado, y se dictan medidas ajustadas a las necesidades represivas de la oligarquía socialista que gobierna.

Si Maduro necesita eliminar las manifestaciones de los estudiantes o encerrar a los alcaldes que protestan, o a los líderes a los que teme, como a Leopoldo López, solicita las normas, hechas a la medida por tribunales o por parlamentarios obsecuentes, y da la orden a los cuerpos represivos para que actúen.

Viene a cuento de unos tribunales que sentencian con arreglo a la voluntad del Poder Ejecutivo, porque la ley ha dejado de ser una norma neutral para convertirse en un instrumento al servicio de la camarilla gobernante, empeñada en arrastrar por la fuerza a los venezolanos hacia “el mar de la felicidad” cubano.

Un país, Cuba, donde, como en cualquier dictadura totalitaria, sencillamente no creen en las virtudes de la separación de poderes y repiten, con Marx y con Lenin, que ésa es una zarandaja de las sociedades capitalistas para mantener los privilegios de la clase dominante.

Esta falsificación de las ideas republicanas –las de Bolívar y Martí, las de Juárez— van gestando una nueva facultad propia de este tipo de Estado: desarrollan el monopolio de la intimidación. Gobiernan mediante el miedo. Ese es el elemento que uniforma a la sociedad y la convierte en un coro amaestrado.

Como quienes mandan hacen las leyes y juzgan e imponen los castigos, acaban por generar un terror insuperable entre los ciudadanos e inducen en ellos una actitud de sumisa obediencia que suelen transmitirles a los hijos “para que no se metan en problemas”.

La víctima termina por colaborador con su verdugo. Ése exactamente es el objetivo. Una vez que las tuercas han sido convenientemente apretadas y la jaula perfeccionada, el común de la gente, con la excepción de un puñado de rebeldes, aplaude y baja la cabeza.

En ese punto ya no existen vestigios de la separación de poderes.

La oposición arrasa

A Nicolás Maduro le salió muy mal la primera ronda de conversaciones en el palacio de Miraflores. No sólo de consignas vive el hombre. Él, su gobierno, y media Venezuela, por primera vez debieron (o pudieron) escuchar en silencio las quejas y recriminaciones de una oposición que representa, cuando menos, a la mitad del país.

El revolucionario es una criatura voraz y extraña que se alimenta de palabras huecas. Era muy fácil declamar el discurso ideológico socialista con voz engolada y la mirada perdida en el espacio, tal vez en busca de pajaritos parlantes o de rostros milagrosos que aparecen en los muros, mientras se acusa a las víctimas de ser fascistas, burgueses, o cualquier imbecilidad que le pase por la cabeza al gobernante.

El oficialismo habló de la revolución en abstracto. La oposición habló de la vida cotidiana. Para los espectadores no dogmáticos el resultado fue obvio: la oposición arrasó.

Es imposible defenderse de la falta de leche, de la evidencia de que ese pésimo gobierno ha destruido el aparato productivo, de la inflación, de la huida en masa de los venezolanos más laboriosos, de las pruebas de la corrupción más escandalosa que ha sufrido el país, del saqueo perpetrado diariamente por la menesterosa metrópoli cubana, del hecho terrible que el año pasado fueron asesinados impunemente 25 000 venezolanos por una delincuencia que aumenta todos los días.

¿Por qué Maduro creó esa guarimba antigubernamental en Miraflores? ¿Por qué pagó el precio de dañar inmensamente la imagen del chavismo y mostrar su propia debilidad dándole tribuna a la oposición?

Tenía dos objetivos claros y no los logró. El primero era tratar de calmar las protestas y sacar a los jóvenes de las calles. El “Movimiento Estudiantil” –la institución más respetada del país, de acuerdo con la encuesta de Alfredo Keller—había logrado paralizar a Venezuela y mostrar las imágenes de un régimen opresivo patrullado por paramilitares y Guardias Nacionales que se comportaban con la crueldad de los ejércitos de ocupación y ya habían provocado 40 asesinatos.

El segundo objetivo era reparar su imagen y la del régimen. Las encuestas lo demostraban: están en caída libre. Ya Maduro va detrás de la oposición por unos 18 puntos. Lo culpan (incluso su propia gente) de haber hundido el proyecto chavista y de ser responsable del desabastecimiento y de la violencia. Casi nadie se cree el cuento de que se trata de una conspiración de los comerciantes y de Estados Unidos. La inmensa mayoría del país (81%) respalda la existencia de empresas privadas. Dos de cada tres venezolanos tienen la peor opinión del gobierno cubano.

Ese fenómeno posee un alto costo político internacional. Ciento noventa y ocho parlamentarios sudamericanos de diversos países, encabezados por la diputada argentina Cornelia Schmidt, se personaron ante la Corte Penal Internacional de La Haya para acusar a Maduro de genocidio, torturas y asesinatos.  Eso es muy serio. Puede acabar enrejado, como Milosevic.

Ser chavista sale muy caro. Lo comprobó el candidato costarricense José María Villalta. Esa (justa) acusación lo pulverizó en las urnas. En una encuesta realizada por Ipsos en Perú se confirmó que el 94% del país rechaza a Maduro y al chavismo. Eso lo sabe Ollanta Humala, quien hoy pone una distancia prudente con Caracas. Ni siquiera al popular Lula da Silva le convienen esas amistades peligrosas. Sólo Rafael Correa, quien padece una notable confusión de valores y no entiende lo que son la libertad y la democracia (en Miami se empeñó en defender a la dictadura de los Castro), insiste en su inquebrantable amistad con Maduro.

La oposición, como dijo Julio Borges, va a seguir en las calles y, por supuesto, continuará dialogando con el régimen. ¿Hasta cuando? Hasta que suelten a los presos políticos, incluidos los alcaldes opositores, restituyan sus derechos a María Corina Machado y Leopoldo López. Hasta que el régimen renuncie al tutelaje vergonzoso e incosteable de La Habana, configure un Consejo Nacional Electoral neutral y le devuelva la independencia al Poder Judicial. Hasta que el gobierno desista de la deriva comunista y admita que los venezolanos no quieren “navegar hacia el mar cubano de la felicidad”. En definitiva, hasta que celebren unas elecciones limpias, con observadores imparciales y se confirme lo que realmente quiere el pueblo: que se vayan Maduro y sus cómplices.  

El Vía Crucis venezolano

María Corina Machado electrizó a los asistentes con su entrada apresurada al gran salón de actos. Acababa de llegar a Lima tras un viaje incierto. Todos nos pusimos de pie conmovidos, incluidos los ex presidentes Felipe Calderón y Sebastián Piñera. Unos jóvenes venezolanos entonaron el himno de la patria y desplegaron la bandera. Algunos lloraban de emoción. Ocurrió a fines de marzo en la Universidad de Lima en un acto convocado por Mario Vargas Llosa y la Fundación Internacional para la Libertad.

El novelista explicó por qué era tan importante la visita de la joven ingeniera y diputada. En ese país se jugaba el destino de la democracia americana y en ese momento nadie representaba mejor a los estudiantes que protestaban en las calles de veinte ciudades venezolanas que esta mujer decidida a darlo todo por la libertad de su país. Cuando ella hablaba ya habían sido asesinados 40 jóvenes por los represores de la Guardia Nacional y los paramilitares armados con pistolas y fusiles que los acompañaban a bordo de motocicletas.

¿Asumía Vargas Llosa una postura compartida por los peruanos o era la visión sesgada de los liberales? Una encuesta reciente de IPSOS confirmaba que esta vez Mario no nadaba contra la corriente. El 94% de los peruanos condenaba al chavismo tajantemente y rechazaba a Nicolás Maduro.

A mi juicio, esa encuesta, hecha en cualquier país de América Latina, arrojaría resultados parecidos. Los peruanos no son diferentes al resto de los latinoamericanos. Tras 15 años de disparates y violencia, el chavismo y el socialismo del siglo XXI han demostrado su carácter intolerante, empobrecedor y antidemocrático. Los pueblos no los quieren.

Pero, ¿y dentro de Venezuela? ¿Cuánto ha calado en esa sociedad el clientelismo chavista, la propaganda abusiva contra la oposición, los insultos y descalificaciones personales, el control casi total de los medios de comunicación?

Afortunadamente, ya lo sabemos con bastante certeza: el oficialismo chavista está en franca minoría y cae en picado. Al menos dos encuestas muy profesionales lo revelan con un margen de error insignificante.

Ambas aparecieron en marzo. Una se debe a Alfredo Keller, un encuestador muy prestigioso. La otra es conocida como Venebarómetro, y la llevó a cabo el Instituto Venezolano de Análisis de Datos. Las dos coinciden en los resultados generales y confirman el juicio del analista Joaquín Pérez Rodríguez, tal vez el mayor experto electoral del país. Estos documentos se pueden localizar fácilmente en Internet. Basta con googlearlos.

Entre el 62 y el 72% piensa que Venezuela está a las puertas de un colapso económico. Los dos peores y crecientes problemas son la inseguridad y el desabastecimiento. Lo afirman más del 70% de los venezolanos. El 65% rechaza las milicias paramilitares formadas, en gran medida, por delincuentes que disparan a matar y asaltan tiendas y supermercados. Los malandros asesinan a 25 000 personas al año. Simultáneamente, crece por horas la lista de los productos básicos que no se encuentran. Ni siquiera harina para hacer arepas o leche para los niños.

La población no cree la versión oficial de que la crisis se debe a los burgueses. Es demasiado burda. El 51% está convencido de que la responsabilidad es del gobierno. El 57% piensa que de Maduro directamente. Apenas el 16% culpa a los empresarios y el 8% a los Estados Unidos. El 81% de los venezolanos respalda la existencia de las empresas privadas. Sólo el 18% se opone. El mensaje colectivista y el loco proyecto comunal, sencillamente, no han calado.

Los venezolanos no quieren navegar “hacia el mar cubano de la felicidad”, como les propuso Hugo Chávez. El 63% tiene una visión desfavorable de Cuba, país al que acusan de haber convertido a Venezuela en una colonia de la isla caribeña con el objeto de saquearla. Sólo el 31% simpatiza con el régimen comunista creado por los hermanos Castro.

La institución más valorada es el llamado Movimiento Estudiantil, con un 66.4 de aprobación. El 57% apoyaría una forma constitucional de salir del gobierno de Maduro. Sólo lo respalda el 36%. Cualquiera de estos tres opositores derrotaría fácilmente a Maduro en las urnas: Henrique Capriles, Leopoldo López o María Corina Machado.

¿A dónde conducirá este contundente rechazo? Probablemente, a un encontronazo entre militares que rechazan al chavismo y militares que (todavía) lo defienden. Las noticias de generales presos y coroneles insubordinados es todo un síntoma de este malestar dentro de las Fuerzas Armadas.

También es posible un resquebrajamiento en la zona política del chavismo. Muchos opinan que Maduro es un mal calco del militar desaparecido, carente de carisma. Apenas es respaldado por “los cubanos”, a quienes les atribuyen haberlo colocado en la presidencia, tras imponérselo a un Chávez moribundo y sin voluntad, pese a la evidente violación de las normas legales, a la legendaria incapacidad de Maduro y al tiempo que pierde hablando con los pajaritos.

¿Qué impide que el poderoso chavismo antimaduro, tal vez mayoritario, le pida la renuncia al presidente y busque una salida constitucional a la crisis?

Sencillo: el miedo. Los narcogenerales temen acabar perseguidos por la DEA. Los cleptochavistas piensan que pueden terminar ante los tribunales y perder sus bienes mal habidos. Los represores saben que hay instituciones internacionales que juzgan y condenan a los genocidas. Le ocurrió a Milosevic.

Como en el poema de Borges, a los chavistas no los une el amor, sino el espanto. Si la oposición no se divide y los estudiantes persisten en las calles, acabarán triunfando.