Amenaza islamista contra el Papa Francisco

Los islamistas radicales quieren matar al papa Francisco. Lo advirtió el diario italiano Il Tempo. No me extraña. El enemigo permanente de estos anacrónicos personajes es el cristianismo, no los judíos. Los judíos no hacen proselitismo. No quieren convencer a nadie de nada. Sólo puede pertenecer a ese pueblo el que nace de madre judía. La conversión es posible, pero complicadísima. Los judíos ocupan un pequeño territorio que alguna vez estuvo islamizado y debe ser recuperado para la fe de Mahoma, porque así lo prescribe el Corán, pero nada más.

Para los salafistas la bestia negra que hay que extirpar es el cristianismo y Francisco es su principal cabeza. Por eso quieren arrancársela de cuajo. Abu Bakr al-Baghdadi, el Califa del Estado Islámico, ya ha dicho que se propone conquistar Roma. Es un doctor en estudios coránicos. Eso lo hace más peligroso y delirante. Arrastra hasta nuestro días una visión histórica fijada en los siglos medievales –del VII al XI—en que hubo una civilización islámica hegemónica que contribuyó a definir a Europa como “la cristiandad”.

Europa fue otra cosa a partir del acoso musulmán. Se produjo una reacción especular. Acabaron pareciéndose al enemigo. Hasta la conquista de España por los árabes en el 711, la Península se percibía como un reino godo que continuaba la tradición romana. Pero “los moros” combatían en medio de algarabías, ensoñaciones mágicas y promesas de paraísos repletos de virginales hurís, asegurando que “Alá es el único Dios y Mahoma su profeta”. Era la yihad. La guerra santa. Peleaban por designio de Alá, según les aseguraba Mahoma en el Corán.

Los hispanogodos, por la otra punta del conflicto, aprendieron la lección y entonaron con emoción el lema de “Santiago y cierra (ataca) España”. Santiago fue uno de los apóstoles de Jesús. Supuestamente, estuvo en España. Cuenta la leyenda cristiana que en el siglo IX se apareció en la Batalla de Clavijo sobre un imponente caballo blanco, blandiendo una refulgente espada de plata con la que degolló 70 000 sarracenos, sangrienta escabechina que le ganó, justamente, el sobrenombre de “Matamoros”.

Afortunadamente, el tiempo, la Ciencia y, sobre todo, las ideas racionales de la Ilustración, lentamente fueron podando a Europa del fanatismo y fortalecieron los valores de la libertad, la democracia, la tolerancia, el laicismo, la libertad de culto, la igualdad ante la ley y el respeto por el otro que ya se anunciaba en los mejores aspectos del judeocristianismo.

En el mundo islámico no ocurrió nada similar. Siguen apegados a la historia de Mahoma y a su confuso siglo VII. Se mantiene intacto el odio a quien profesa una religión diferente y no se somete o convierte a la fe islámica. Hoy el Estado Islámico persigue a los yazidis en Irak. Las huestes de Al Qaeda matan cristianos en Siria cada vez que pueden. La Hermandad Musulmana aniquiló a cientos de coptos en Egipto. Chiíes y suníes, mientras se enfrentan entre ellos, detestan y esporádicamente les hacen la guerra a los libaneses maronitas. Y en Nigeria las matanzas de cristianos están a la orden del día. Hace poco, incluso, debí firmar, junto a otros millares de personas indignadas, una carta dirigida al gobierno de Sudán para que no ejecutara a una señora embarazada que se había convertido al cristianismo.

Me temo que el problema no se limita a la barbarie de un pequeño grupo de extremistas. El asunto es más grave. Según el Informe 2000 sobre libertad religiosa en el mundo, en 23 países islámicos se atropella, persigue y, a veces, extermina cruelmente a las minorías cristianas. Los gobiernos y los líderes religiosos interpretan al pie de la letra las feroces instrucciones del Corán contra los infieles y en nombre de su fe les hacen un daño terrible a los cristianos.

No hay nada incorrecto en que el mundo árabe quiera volver a situarse a la cabeza del planeta. Eso es comprensible. Los chinos, que también tuvieron un pasado glorioso, quieren retomar esa posición cimera. Pero los chinos no han adoptado el camino de destruir a la civilización occidental, sino la imitan con la intención de llegar a superarla. Los chinos miran al futuro. Los árabes, en cambio, no consiguen superar el pasado. Eso es muy peligroso.

Por qué se va a la guerra

Hay dos gravísimas falsedades de muy difícil desarraigo instaladas en la consciencia de las gentes. Veamos la primera.

¿Por qué van a la guerra los poderosos? La explicación más frecuente es que lo hacen para apoderarse de los recursos ajenos.

En realidad, eso casi nunca es cierto. Para que lo fuera, sería necesario que las naciones estuvieran gobernadas por élites o jefes decididos a mejorar la calidad de vida de la colectividad por medio de acciones sangrientas y costosas desatadas contra otros pueblos.

Tal vez eso fue cierto cuando el bicho humano vivía en cuevas y cazaba en pequeños grupos, pero no cuando la especie evolucionó, desarrolló la agricultura y creó las bases de las sociedades modernas.

Es absurdo pensar que Estados Unidos fue a pelear a Irak para quedarse con el petróleo. La guerra de Irak ya les ha costado a los contribuyentes norteamericanos 784.000 millones de dólares. Si le sumamos el conflicto afgano excede de un billón de dólares (trillón en inglés).

Esa cifra es más alta que el costo de la Guerra de Corea a precios actuales. Comprarle y revender la energía a Irak, que es lo que hacen las empresas petroleras, es un buen negocio para todos. Arrebatársela a tiros es incosteable.

Intervenir en Siria para saquearla sería, además de un crimen, una soberana estupidez. Siria exporta menos de 150 000 barriles diarios de petróleo y su per cápita anual es de apenas $3 400 dólares. Es una sociedad muy pobre, torpemente manejada.

Es ridículo pensar que la motivación de Washington o París es robarle sus pocas pertenencias a ese polvoriento rincón del Medio Oriente. Sería como matar a un pordiosero ciego para despojarlo de los lápices que vende.

Si Estados Unidos quisiera apoderarse de un país petrolero muy rico tiene en su frontera norte a Canadá, pero tamaña barbaridad no se le ocurre a nadie en sus cabales.

La segunda falsedad es que las guerras sirven para dinamizar las economías. A veces hasta los premios Nobel la suscriben. Paul Krugman, por ejemplo. Lo que indica que nadie está exento de decir bobadas, por mucha fama que se tenga. Afortunadamente, otros premios Nobel opinan lo contrario. Joseph Stiglitz, por ejemplo.

Quien tiene razón es Stiglitz. Las guerras, además de aniquilar a miles de personas, destruyen bienes materiales, pulverizan las infraestructuras, provocan inflación, inhiben la formación de capital y asignan perversamente los recursos disponibles.

Es posible que los fabricantes y mercaderes de armas se enriquezcan, pero eso sucede al costo de empobrecer al 99% del tejido productivo del país. Con lo que cuesta fabricar un portaviones hay recursos disponibles para poner en marcha cinco mil empresas generadoras de riquezas y creadoras de empleos.

Es absurdo pensar que el reclutamiento de soldados es una forma razonable de contribuir al pleno empleo. Lo ideal no es tener una sociedad con millones de personas uniformadas que no producen bienes ni servicios apreciables, sino disponer de un denso y diversificado aparato empresarial con millones de trabajadores productivos. Suiza se ha convertido en el país más rico del mundo evitando las guerras, no participando en ellas.

John Maynard Keynes creyó que la Segunda Guerra Mundial había contribuido a ponerle fin a la depresión provocada por el crack del ’29, pero su confusión probablemente se debió a que no tenía la información adecuada.

Cuando Estados Unidos entró en ese conflicto, habían pasado 12 años del inicio de la crisis y se estaba en franca recuperación. Pensar que la guerra ayudó a fortalecer la economía americana es como suponer que el terremoto que devastó a San Francisco en 1906, o el huracán Katrina del 2005 que anegó New Orleans y mató 1831 personas, sirvieron para revitalizar el cuadro económico general del país.

Y, si las guerras son tan malas, y si, en realidad, casi nadie se beneficia, ¿por qué los gobernantes recurren a ellas? La respuesta hay que encontrarla en la compleja psiquis humana.

Van a la guerra por oscuras razones enmascaradas tras elocuentes discursos morales y patrióticos, por el poder y la gloria, por el placer de mandar, por ensoñaciones ideológicas, por arbitrarias construcciones teóricas que casi siempre salen mal, por vengar agravios, por supersticiones religiosas, políticas o étnicas. A veces, pocas, por la libertad, en busca de derechos o para defenderse de una agresión. Es la extraña naturaleza humana.