Algún día el país deberá definir qué relación quiere mantener con la mentira. Hasta ahora el lenguaje de la prosa periodística ha llamado “relato” a un conjunto de afirmaciones que no son otra cosa que falsedades. El repiqueteo oficial sobre ellas ha transformado a esa construcción en una verdad repetida como loros, sin análisis, sin comparación y sin memoria.
En sus constantes apariciones, la presidente hace afirmaciones audaces que nadie retruca porque, de hacerlo, el país viviría en una corrección permanente. Prácticamente todos los datos que conforman la realidad oficial son falsos.
El índice de precios al consumidor que confecciona el Indec está completamente desvirtuado y cada mes comunica números que son, más que una farsa, una cargada.
Moreno, quien maneja el instituto, sigue sosteniendo que se puede comer con $ 6. Es posible que ese sea, efectivamente, el perfil de país que el secretario tenga en su cabeza: un conjunto de zombis alimentándose por seis pesos.
Como consecuencia de esas mediciones el gobierno sostiene que el país tiene una tasa de pobreza que no tiene nada que ver con la realidad. Cada vez hay más villas miseria, mientras la señora de Kirchner sostiene que el modelo no deja de incluir gente.
La presidente ha dicho públicamente que antes de llegar a la función pública había sido “una abogada exitosa de uno de los estudios más importantes” del país, cuando, en realidad, no se le conoce ninguna actividad legista, ni su “estudio” (si alguna vez lo tuvo) fue importante o conocido.
El ministro De Vido ha dicho que los argentinos pagan la energía más barata de América Latina, olvidando que para sostener ese chiste hay que pagar una factura de 15 mil millones de dolares anuales de importaciones de gas y fuel oil.
Por supuesto, es sabido el constante regodeo acerca del éxito económico de la gestión y se habla de la “década ganada”. Pero, en los hechos, el país no es capaz de atraer un solo peso, es un expulsor neto de capitales y ni siquiera consigue la confianza de quienes han hecho sus dólares eludiendo la ley.
Internacionalmente la Argentina es un país aislado y sinónimo de lo que no hay que hacer. Sus socios más relevantes son países vergonzantes como Venezuela e Irán.
Ni siquiera datos evitables -como la referencia presidencial a la situación de Aerolíneas Argentinas- supera la prueba de la verdad. Días atrás, en su cadena nacional la señora de Kirchner dijo que Aerolíneas tenía “la flota más moderna y más importante de Latinoamérica”. Otra mentira: el promedio de edad de las aeronaves de la empresa es de más de 8 años, bien por detrás de Azul, Copa, Lan, Avianca, Tam y Gol. Tampoco en cantidad de aviones la afirmación presidencial coincide con la realidad: Aerolíneas está última en ese ránking.
¿Con qué objeto se miente descaradamente de este modo? Sólo hay una respuesta: el repiqueteo de la mentira siempre deja algo en el fondo de los oídos de las masas. Con repetir una farsa una y otra vez, parte del cometido ya se logró. Aunque algunos se den cuenta, la apuesta está dirigida a que un buen número lo crea.
Es indudable que un gobierno de esta naturaleza no puede despertar la confianza de las personas informadas. La señora de Kirchner podrá conquistar los oídos de la gente que está menos en contacto con la realidad. Pero aquellos que por su trabajo deben operar con verdades crudas todos los días saben que la presidente es capaz de mentir y de hacerlo delante de todo el mundo, con la mejor cara de “feliz cumpleaños”.
Esa gente, paradójicamente, es la que tiene en sus manos la posibilidad de decidir inversiones, porque es natural que la gente mejor informada sea también la que está en mejor posición para tomar decisiones sobre su stock de capital. ¿Cómo va a confiarle esa gente su dinero a un mentiroso serial; a alguien que en su propia cara falsea la verdad, les dice una cosa por otra, sin que se le mueva un pelo?
Por eso es urgente que el país se replantee esta cuestión del relato y del valor de la mentira. Hasta la condescendencia semántica de llamar “relato” a lo que no es más que una farsa debería desaparecer. Quizás un buen primer paso para empezar a relacionarnos con la verdad de otra manera sería llamar a las cosas por su nombre.
Durante estos 10 años, a la sombra de avalanchas de dinero que una situación particular del mundo hizo posible, se construyó una enorme escenografía de cartón piedra. El dinero se consumió en derroches, actos de corrupción y despilfarros políticos que ayudaron a construir una máquina de poder, en lugar de utilizar esos recursos para mejorar la infraestructura y multiplicar el capital.
Eso fue posible por la amplia tolerancia de los argentinos con la mentira. A tal grado llega ese umbral de convivencia que hasta se inventó un término suave y simpático para denominar lo que no eran otra cosa que mentiras en la cara. A todo ese cúmulo de falsedades se las llamó “relato”; una especie de “cuento” que una enorme porción de la sociedad decidió creer. Es una enfermedad con la que hay que terminar. Los argentinos creímos en la “Argentina Potencia”, en “un peso = un dolar”, y, ahora, “la década ganada”.
Es hora de ser adultos y hablarnos con la verdad. Empecemos a reemplazar la palabra “relato” por “farsa” y no estemos dispuestos a dejar pasar una sola mentira más.