La sociedad contraconstitucional

Normalmente, el término “inconstitucional” se reserva para hacer referencia a leyes o a decretos que contrarían lo establecido por la Constitución. Así, cuando el Congreso o el Poder Ejecutivo aprueban normas que no son compatibles con letra (y, deberíamos agregar, el “espíritu” de la Ley Madre) los particulares tienen derecho a solicitar al Poder Judicial su no aplicación en todo lo que la ley o el decreto contravengan sus derechos. Generalmente, cuando ello ocurre, más allá de que esas declaraciones judiciales solo tienen valor para las partes involucradas en el pleito -el Estado y el individuo privado que pleiteó-, la ley o el decreto terminan cayendo porque la doctrina jurisprudencial lo tornarán inocuo.

Este es el mecanismo que los países republicanos han imaginado para detener el populismo y lo que Tocqueville llamó “tiranía de la mayoría”. Así, la República, no es solamente el gobierno de quien gana una elección sino el gobierno de la ley, por encima de todas las cuales esta la Constitución.

Esa Constitución protege como una barrera blindada los derechos de las personas individuales del aluvión de las mayorías. Es el secreto para distinguir el gobierno de las masas, del gobierno del pueblo: éste está formado por millones de individuos libres, todos diferentes y desiguales, con intereses, gustos y opiniones distintas que la ley Fundamental se propone privilegiar y proteger. La masa, al contrario, es una muchedumbre informe, indiferenciada y anónima que habla por el grito, se expresa por la fuerza y se representa por el líder.

¿Qué pasaría, entonces, si lo que se opusiera a la letra y al espíritu de la Constitución no fueran las leyes y los decretos sino una sociedad entera? ¿O si la abundancia de leyes y decretos inconstitucionales fuera la consecuencia de una sociedad “contraconstitucional”? ¿Qué pasaría, en definitiva, si la excepción fuera la Constitución y la regla la Contraconstitución?

La filosofía del Derecho ha distinguido históricamente lo que se llama la “Constitución formal” de la “Constitución material”, reservando el primer nombre para el documento escrito, firmado y jurado por los constituyentes soberanamente electos por uan sociedad en un determinado momento, y el segundo para el conjunto de hábitos, tradiciones y costumbres que se enraízan en lo más profundo del alma nacional y que responden a siglos de una determinada cultura.

¿No ocurre en la Argentina este fenómeno? Los partidarios de la cultura de la que la Constitución de 1853 es hija creemos que ella refleja las tradiciones del país y que su espíritu responde a la cultura, a las raíces y a las tradiciones argentinas. Pero, con una mano en el corazón, ¿es así?

Por supuesto que el texto jurado en Santa Fe aquel 1 de mayo receta parte de los ideales de argentinos que creían en ellos y que trataron de expandirlos a partir de los esfuerzos de la Generación del ’37 y de una camada de sucesores que se encargaron de poner en funcionamiento los palotes del nuevo sistema. La generación del 80 vio los primeros brillos de aquel milagro: un desierto bárbaro, entreverado, de repente, entre los primeros países de la Tierra.

Pero aquel esfuerzo descomunal ocultaba los rencores de una venganza. Los restos de la mentalidad colonial, feudal, rentista, caudillesca y, finalmente, totalitaria, no habían sido completamente derrotados. Como una bacteria latente, en estado larvado, esperando que otra enfermedad debilitara el organismo para ella hacerse fuerte nuevamente e iniciar una reconquista, esperó su turno agazapada, escondida detrás de las luces del progreso.

Cuando la recesión mundial de 1930 dejó a la Argentina tambaleante, el espíritu fascista, del caudillismo anterior a Caseros, renació. La sociedad no había tomado aun suficientes dosis de “constitucionalidad” como para que esa nueva cultura hubiera reemplazado para siempre las tradiciones de 300 años de centralismo, autoritarismo, prohibiciones, vida regimentada y estatismo. Fue todo eso lo que la Argentina había mamado durante tres siglos; setenta años de la contracultura de la libertad individual y de la república liberal no fueron suficientes para matar el germen del colectivismo. Allí, en medio del miedo al abismo y del terror a lo desconocido, la frágil Argentina de la libertad retrajo su cuerpo de caracol debajo de la coraza que la había cobijado desde el nacimiento: el Estado.

Allí nació la sociedad “contraconstitucional”; la que desafía con sus hábitos las instituciones escritas y juradas en la Constitución: la división de poderes, la libre expresión de las ideas, la libertad individual, el gobierno limitado, la justicia independiente, la libertad de comercio, la inviolabilidad de la propiedad.

Desde ese momento subsisten en el país dos Constituciones: la firmada en Santa Fe en 1853 y la traída desde la Casa de Contratación de Sevilla en el siglo XVI, aggioranada bajo las formas del caudillismo colonial primero y del populismo peronista después.

Como en la previa de mayo del ’53 hay aun bolsones de republicanismo en la sociedad, pero el virus del colectivismo demagógico ha ganado la batalla de las mayorías. Cualquier suma electoral que ponga de un lado la libertad y del otro el dirigismo estatista (peronistas, radicales, socialistas, izquierdistas) terminará en números cercanos a 80/20.

Ese “20” sigue teniendo la “ventaja” de decir “nuestras creencias están escritas aquí ” (señalando un ejemplar de la Constitución); pero el “80” se le reirá en la cara; su aluvión los dejará dando vueltas en el aire, con ejemplar y todo.

La Argentina es hoy un país “contraconstitucional”. Prácticamente nada de lo que ocurre aquí tiene que ver con lo escrito por Alberdi. Todo es exactamente al revés y, sin embargo, rige. La Justicia no ha estado a la altura de las circunstancias y, nada más que en estos últimos años, ha permitido la consolidación de monopolios estatales, la prohibición del ejercicio del comercio y de la industria lícita; ha tolerado el control de cambios, el cepo, la prohibición de exportar; ha respaldado la retroactividad de las leyes, permitió el menoscabo de la propiedad, avaló la supremacía del Estado por sobre la libertad individual; permitió una explosión de poder del presidente que prácticamente ha borrado el concepto de “gobierno limitado”; ha tolerado la persecución, la confiscación de la propiedad sin indemnización (es decir, el robo), la reducción de las provincias a meras dependencias administrativas del poder ejecutivo y ha validado un sistema de gobierno que solo considera democrático al pensamiento que gana una elección, en tanto ese pensamiento tenga la suficiente desfachatez de “irla de malo” y de ejercer el poder por el terror.

“El tirano no es la causa, sino el efecto de la tiranía”, decía Juan Bautista Alberdi, el padre de la Constitución. La tiranía descansa en nosotros. La inconstitucionalidad no está en la ley sino, principalmente, en la sociedad: es la sociedad argentina la “contraconstitucional”. Y es ella la que sufrirá la miseria, víctima de su propio virus.

Con las naves quemadas

Uno de los aspectos más criticados al gobierno del kirchnerismo y a la vez más ninguneado por éste -esto es, el clima de división social- se va convirtiendo en un tema central del drama económico que vive el país.

Ese clima le cierra al gobierno una válvula de escape. Tanto se enseñoreó en la titularidad de la verdad que hoy no puede recurrir a la ayuda de nadie.

Es cierto que la cara de piedra les permite a algunos lanzar acusaciones de conspiración contra los bancos y luego ir a pedirles la escupidera del dinero, como hizo el ministro Axel Kicillof sobre el fin de semana, nada más y nada menos que con los bancos extranjeros.

Pero esos son estertores de la desesperación. Se busca plata: de los exportadores a quienes se califica de desestabilizadores, de los retailers a quienes se acusa de inescrupulosos o de los bancos de quienes se asegura que orquestan un golpe de Estado.

Pero el camino que el gobierno se ha cerrado a sí mismo es el de las ideas: no puede ir a buscar ninguna al canasto de las disponibles; se metió en un callejón que lo obliga a rumiar en la antigüedad de las que siempre usó.

Hasta los bastiones más rancios del estatismo saben que el factor de velocidad del deterioro no resiste una multiplicación por dos años. Todo ese tiempo en manos de este marasmo dirigista y asfixiante va a matar a todos, incluso a ellos. Pero el gobierno se privó a sí mismo de usar la llave de la puerta que le permitiría descomprimir esta situación.

Ha etiquetado, insultado, ironizado a todos los que advertían el curso del desastre. Y lo que es peor, se ha mofado sarcásticamente de las ideas que esas personas sugerían.

Hace 11 años que el país está en quiebra internacional por no pagar sus deudas y por no presentarle a los acreedores una solución que éstos estén preparados para aceptar. El gobierno subestimó la situación y hasta se dio el lujo de cargar a los que opinaban que lo que estaba haciendo no era bueno. Eso aisló al país tanto como los discursos anti occidentales y las alianzas extravagantes, que parecieron buscarse más con el ánimo de molestar a aquellos a quienes el gobierno no soporta que como una política coherente, aquilatada y a la que sinceramente se considerara como una opción mejor para el país. Todo lo que ha emprendido el gobierno aparece hoy como hecho “en contra de” y “para diferenciarse de” más que como una política sincera y convencida.

El resultado de esta postura en el frente externo nos ha dejado hoy sin puertas a las que golpear en el mundo. Todos huyen de nosotros como de la peste. No inspiramos confianza a nadie y cualquiera consideraría fuera de sus cabales a quien pusiera un cobre en la Argentina.

Del mismo modo, fronteras adentro, el gobierno estiró la cuerda del odio ideológico a tal punto que hoy no puede llamar a nadie para que lo ayude. Ha roto los puentes de comunicación con todo aquel que no sea de la propia tropa aplaudidora de sí misma. Lo único que valió siempre es lo que ellos decían; todo lo demás se reducía al lugar del ridículo, generalmente por la vía del sarcasmo bajo y la altanería desubicada.

Parece poco creíble que el gobierno plantee una cuestión de convicciones. La única convicción visible es la de sostener el poder. Pero hasta ahora ese fin fue compatible con la demagogia populista de izquierda y es precisamente eso lo que ha terminado. El mantenimiento de la lógica populista de izquierda dirige al gobierno hacia la pérdida del poder. Hasta el peronismo está alarmado porque está sospechando que la sociedad, por primera vez, está adquiriendo conciencia de que es ese movimiento el inoperante, y de que nadie hará distingos entre cristinismo y peronismo.

Es más, suena hasta tragicómico, pero para el horror de sus aborrecibles enemigos, el péndulo argentino podría llevar nuevamente al país hacia el “neoliberalismo”.

La testarudez, el capricho y la irresponsabilidad han conducido a la Argentina a este punto impensado. Ojalá que la sociedad sea más inteligente que el gobierno y pueda abrazar por primera vez en más de un siglo la libertad verdadera. Decenas de veces hemos dicho que el “neoliberalismo” no existe. Que lo que sí existe, gracias a Dios, es el liberalismo; la idea que fundó este país y gracias a la cual fue grande alguna vez. Quizás su peor pecado haya sido haberlo hecho grande en un período muy corto de existencia, menos de 80 años. Esa velocidad en el éxito nos hizo creer que éramos algo más de lo que éramos y no pudimos absorber con dosificación las consecuencias de un cimbronazo internacional que nos noqueó.

Pero el único camino que nos puede sacar hoy del pozo a que nos ha conducido el populismo de izquierda es el liberalismo económico moderno, el occidentalismo, la competitividad exterior, la libertad interior y la persecución inquebrantable de la delincuencia.

Ese camino está cerrado para el gobierno porque la hondura de la grieta que produjo lo ha llevado a un punto sin retorno. La pregunta entonces es cómo vamos a transitar los dos años de faltan para que la señora de Kirchner complete su período. El gobierno ha tirado la llave de la caja que contenía las medidas que podrían salvarlo y con sus propias ideas se hundirá junto con todos nosotros.

La oposición tampoco ha emitido señales contundentes en el sentido de proyectar medidas de las que harían falta para detener el deterioro y avanzar hacia el desarrollo. Todos siguen con mensajes tímidos como si aun no estuvieran convencidos de que fueran a convocar a las mayorías nacionales si se expidieran públicamente en el sentido de tomar las medidas que habría que tomar.

Si esos políticos estuvieran acertados  -es decir que sus cálculos de conveniencia les estuvieran indicando que efectivamente perderían votos si dijeran que van a liberalizar la economía, revisar las alianzas internacionales y recomponer las relaciones con el mercado financiero internacional- entonces las responsabilidades por lo que está ocurriendo y por lo que pudiera ocurrir habría que retirarlas hasta del propio cristinismo para ponerlas en cabeza de nosotros mismos, que tenemos, aparentemente la estrafalaria idea de que es posible tener los niveles de vida de EEUU o Australia pero aplicando las ideas de Castro, Chavez o Lumumba.

Se supone que la democracia es un sistema insuperable, porque permite la rectificación pacífica de los errores cuando éstos se manifiestan con efectos negativos evidentes. Cerrarse a los beneficios de esa simpleza implica, en alguna medida, cerrarse a la democracia misma. Es lo que mejor define al cristinismo. La democracia no es un sistema épico de gobierno. No quema ninguna nave. Pero Cristina las ha quemado a todas.

Las PASO y el corazón común

Las elecciones primarias han convocado muy poco interés ciudadano. Casi la mitad de los argentinos no saben qué se vota, ni que se elige, ni para que sirven; llegarán a las urnas con una alegre inconsciencia.

Se trata de la consecuencia de una doble causa: la explosión natural del sistema de partidos que provocó la crisis del 2001 y la profundización adrede que el gobierno ha buscado de esa circunstancia.

Desde que Duhalde suspendió las elecciones internas previas a las elecciones anticipadas del 11 de marzo del 2003, el peronismo decidió trasladarle sus propias guerras a la sociedad. El partido ya no arregla dentro de sus propias fronteras los que le sucede internamente sino que exporta esas batallas por fuera de sus límites obligando a la ciudadanía a inmiscuirse en sus entuertos.

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