Florencio Randazzo explotó cuando le confirmaron que varios coches de las nuevas formaciones de los trenes recién comprados habían sido pintarrajeados con grafitis de letras en aerosol. Convocó a una conferencia de prensa para informar que el Estado le haría juicio penal a los padres del menor detenido poco menos que in fraganti y también un juicio civil por reparación de daños.
Más tempano, se había despachado a gusto y piacere en el aire de una radio de la Capital diciendo -refieriéndose al menor capturado- que “dan granas de matarlo”, que era un “energumeno” y que si hubiera sido su hijo “le habría dado vuelta el traste a patadas por pelotudo”.
Muchos firmaríamos esas palabras. Sin embargo, como tantas otras cosas en la Argentina, los graffitis se han desmadrado detrás de posturas pseudotransgresoras que se han enseñoreado en la vida de la sociedad y contra las cuales era practicamente un pecado hablar.
El gobierno alimentó esos sinsentidos. Detrás de su clásica demagogia y de sus estrategias para ganarse el favor juvenil, dejó traslucir la idea de que condenar esas mugres era poco menos que un accionar represivo propio de la dictadura. Permitió que los subtes se transformaran en una especie de miseria rodante en las que los pasajeros ni siquiera podían ver las estaciones por las ventanillas porque el “arte callejero” había arruinado los vidrios.
No sé cuánto dinero de los ciudadanos de la Capital habrá sido necesario gastar para limpiarlos. Pero mientras se los enchastraba se dejó actuar, trasmitiendo la idea de que ese accionar no era sancionable.
Ese “modelo social” de degradación de los bienes públicos corrió como reguero de pólvora. Hoy las paredes, los monumentos, las plazas, los edificios públicos y privados que sufren el ataque de los aerosoles se cuentan por miles.
Randazzo llevó adelante un plan de restauracion de los ferrocarriles y debe haber tomado conciencia de lo que cuesta llevar adelante el trabajo bien hecho. No había terminado de presentarlos cuando un “energumeno” se los arruinó. El hombre, con todo derecho, se salió de las casillas.
Pero para ser completamente justo, el ministro debería recordar las innumerables señales que el gobierno que integra dio en el sentido de que esos comportamientos eran poco menos que elogiables porque se trataba del fluir liberador del arte joven.
El gobierno que te obliga a vivir una vida en la que hay que pedir permiso para todo, porque para todo hay que registrarse, solicitar autorización, contar con un visado, tener un carnet, o contar con la venia del Estado (es decir de ellos mismos), es por otro lado “liberalísimo” cuando se trata aflojar los cimientos que impiden que el orden social se degrade.
La fealdad publica, la mugre, la ruina visual del ambiente, el que todo luzca derruido y abandonado, va socavando el espíritu cotidiano de los hombres que inconcientemente aceptan la pérdida de valor de todo cuanto los rodea. En ese estado es más posible que estén dispuestos a entregar su voluntad, en un desgano fofo y generalizado.
El verso del “arte callejero” es eso: un verso. Ahora resulta que tenemos que aguantar que uno de estos inimputables nos diga que “pintar los trenes nuevos es el punto máximo de un grafitero”, como dijo uno de estos zombies a quienes parte de la sociedad considera “artistas”. ¿Por qué no pintan las paredes interiores de sus casas, si están tan interesados en el arte?
Por lo demás esta estupidez es una reverenda antigüedad. Hace 30 años New York era una mugre, una especie de monumento a la decadencia, a la desidia y a la aceptación mansa de la degradación. Los subtes de la ciudad eran un asco, un peligro, cuevas de inseguridad y crimen. Tambien allí el street art era considerado un totem intocable. Pero todo eso cambió y, además de estúpido, hoy es un delito grafitear paredes, monumentos, trenes, subtes y edificios públicos o privados.
Por eso, al mismo tiempo que es entendible y atendible el enojo de Randazzo, el ministro debería admitir que las señales que envió el gobierno en el sentido de aflojar todos esos tensores sociales que mantienen en orden a una sociedad, han contribuido como nada a que él tuviera el disgusto que tuvo ayer.
La libertad se pierde de muchas maneras. Una de ellas es porque la voluntad de la gente se afloja y se presenta lista para ser conquistada por el autoritarismo. Como la droga destruye la voluntad, también lo hace la miseria, la descomposición de aquello con lo que convivimos, el aflojamiemiento de las reglas de urbanidad, la suciedad y el que todo de lo mismo.
Ojalá que este episodio haya tenido el costado positivo de detener a tiempo un proceso de deterioro moral que había logrado convencernos de que lo que está mal está bien y que lo que está bien está mal.