Videla y los desaparecidos

“La frase Solución Final nunca se usó. Disposición Final fue una frase más utilizada; son dos palabras muy militares y significan sacar de servicio una cosa por inservible. Cuando, por ejemplo, se habla de una ropa que ya no se usa o no sirve porque está gastada, pasa a Disposición Final”.

Articulado, preciso, como si hablara de hechos cometidos por otra persona, Jorge Rafael Videla me explicó cómo se referían en la cúpula de la dictadura a los miles de detenidos considerados “irrecuperables”, que eran muertos y sus cuerpos, ocultados o destruidos.

Cuarenta años después del último golpe de Estado, la edición definitiva de mi libro Disposición Final muestra que Videla no podía morirse sin confesar cómo había sido por dentro la dictadura que él encabezó durante cinco años, entre 1976 y 1981, en especial qué había pasado con los desaparecidos.

“Pongamos que eran 7000 u 8000 las personas que debían morir. No podíamos fusilarlas. Tampoco podíamos llevarlas ante la justicia. Estábamos de acuerdo en que era el precio a pagar para ganar la guerra contra la subversión y necesitábamos que no fuera evidente para que la sociedad no se diera cuenta”, señaló el ex dictador.

“Por eso, para no provocar protestas dentro y fuera del país; cada desaparición puede ser entendida ciertamente como el enmascaramiento, el disimulo, de una muerte”, agregó.

También admitió por primera vez en forma concreta, sin eufemismos, que hubo robo de niños durante su dictadura: “Soy el primero en reconocer que en ese periodo hubo chicos que fueron sustraídos. Son delitos”.

Pero, afirmó que “no hubo ningún plan sistemático en ese sentido” porque “nunca hubo la orden de sustraer menores. Por el contrario, estaba bien establecido a quién había que llamar, a quién había que entregarlos”.

Fueron más de veinte horas de preguntas y respuestas en la cárcel, cara a cara, entre octubre de 2011 y marzo de 2012, cuando el ex dictador tenía 86 años. Murió en 2013, un año y un mes después de publicada la edición original del libro.

Junto con testimonios de militares, guerrilleros, políticos, empresarios y sindicalistas, las confesiones de Videla permiten reconstruir también el contexto de violencia y lucha por el poder en el que la dictadura surgió y se mantuvo.

Esta edición definitiva incluye un prólogo en el que cuento la trastienda de esas entrevistas y rebato las críticas a este libro que, en 2012, provocó una intensa polémica. Incorporo, además, nuevos documentos y una serie de fotos que permiten una lectura visual de la dictadura

Aunque varios políticos y periodistas kirchneristas criticaron que hubiera entrevistado a Videla, el libro fue anexado en distintos juicios de lesa humanidad como prueba de la existencia de un plan sistemático para matar y hacer desaparecer los cuerpos de miles de personas

Apenas cuatro días después de la publicación de Disposición Final, el 17 de abril de 2012, fui llamado a declarar como testigo ante la justicia federal de San Martín, que investigaba, entre otros delitos, la desaparición del cuerpo de Mario Roberto Santucho, jefe del Ejército Revolucionario del Pueblo.

Videla fue jefe del Ejército hasta mediados de 1978 y presidente del país hasta marzo de 1981, cuando fue reemplazado por su aliado y amigo, el general Roberto Viola.

Disposición Final también se refiere a temas polémicos de la dictadura como la relación de los militares con los empresarios, la Iglesia Católica, Estados Unidos, la Unión Soviética, la prensa, los escritores, el peronismo, el radicalismo y el Partido Comunista. Y a los preparativos del golpe de Estado; la prisión de Isabel Perón; la interna con el almirante Emilio Massera, jefe de la Armada; el Mundial de Fútbol de 1978; el conflicto con Chile por la zona del Canal de Beagle; el Caso Timerman; la venta de Papel Prensa y los preparativos para la Guerra de Malvinas.

Videla, un producto típicamente argentino

Una de las cosas que más me llamaron la atención en las entrevistas que derivaron en el libro “Disposición Final” fue que Jorge Rafael Videla se reveló como un producto auténticamente argentino; el fruto extremo de una cultura política fratricida, que divide entre buenos y malos, entre amigos y enemigos, y que, en consecuencia, considera que cada gobierno tiene la misión de refundar el país. Una cultura autoritaria, que desprecia la búsqueda de equilibrios y consensos, así como es renuente a la tolerancia y a la evolución.

Videla y los militares llevaron al extremo la división de la Argentina entre amigos y enemigos: “Había que eliminar a un conjunto grande de personas que no podían ser llevadas a la Justicia ni tampoco fusiladas”, afirmó sobre el acuerdo básico de la cúpula militar que tomó el poder, hace treinta y ocho años. No sólo para “ganar la guerra contra la subversión” sino para “disciplinar a una sociedad anarquizada, volverla a sus cauces naturales”; reconstruirla como si fuera de plastilina y pudiera ser modelada por la fuerza.

Sería hermoso que el relato kirchnerista fuera cierto, al menos en este punto; que Videla y los militares hayan sido una anomalía o más bien la expresión de solo una parte de la Argentina, esa gente mala, egoísta, a la que solo le preocupan sus intereses particulares: la prensa hegemónica, el campo, la Iglesia, las clases medias (cuando no votan como tienen que hacerlo), el empresariado que no es nacional ni popular, el radicalismo, el peronismo ortodoxo o moderado, el sindicalismo “burocrático”…

Sin embargo, la realidad supera al relato. La “juventud maravillosa”, de la que el kirchnerismo se postula como legítimo heredero, no tomó las armas luego del golpe del 24 de marzo de 1976 para defender la democracia y los derechos humanos, respaldados por los partidos, sindicatos, medios de comunicación y organizaciones sociales que defendían los intereses populares.

No ocurrió así. Los militares desplazaron a la presidenta Isabel Perón con el apoyo de buena parte de la sociedad, que estaba harta de la inflación, el desabastecimiento, la violencia de derecha e izquierda (en 1975 hubo 1.065 muertos por razones políticas), la fragilidad del gobierno y de la Presidenta y las denuncias de corrupción. Tanto fue así que no hubo protestas callejeras ni huelgas en las fábricas o los comercios.

La prensa reflejó ese respaldo social: no solo La Nación y Clarín, como ahora machacan los voceros del kirchnerismo; también La Opinión, de Jacobo Timerman, un diario considerado de centro izquierda que apoyaba abiertamente al almirante Emilio Massera, y el vespertino La Tarde, dirigido por su hijo, el actual canciller Héctor Timerman.

Buena parte de los empresarios y del Episcopado respaldaron el golpe de Estado. Pero también el Partido Comunista, que alababa a las “palomas” de la dictadura, como Videla, y proponía un gobierno cívico-militar. Las guerrillas recibieron el golpe con entusiasmo: ya existían antes del 24 de marzo de 1976; el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) no había abandonado las armas durante los cuatro gobiernos constitucionales del peronismo, entre 1973 y 1976, y Montoneros, de origen peronista, había vuelto a la clandestinidad luego de la muerte del presidente Juan Perón, el 1° de julio de 1974.

Tanto el ERP como Montoneros jugaron al golpe, a “fascistizar” al Ejército, seguros de que una nueva dictadura convencería a los sectores populares de que eran ellos quienes defendían sus intereses. Para concretar el sueño de la revolución socialista, habían creado “ejércitos populares”, con grados y uniformes. Esto no es una interpretación, son hechos; se pueden consultar los documentos de la época y las declaraciones de los jefes guerrilleros, como Mario Firmenich y Mario Santucho.

Fueron muchos los actores que condujeron al poder a los militares, cuya dictadura fue un desastre: miles de detenidos asesinados y desaparecidos según el macabro método llamado “Disposición Final”, crisis económica y hasta una guerra perdida contra Gran Bretaña y sus aliados por las Islas Malvinas. La memoria es importante pero luego de conocer la verdad, toda la verdad.