Llamamos héroes a aquellos que con sus acciones han contribuido a nuestra sociedad. Claro que cada sociedad tiene su concepción del heroísmo, incluso podemos horrorizarnos de muchos héroes de otros tiempos o modelos sociales: un delator era un héroe en la U.R.S.S., hoy no nos atreveríamos a llamar así al que con su delación envió a su semejante a un campo de trabajo forzado a Siberia. El héroe es muchas veces el que ayuda a reforzar y dar continuidad a determinada realidad o régimen, de aquí la obsesión de ponerle a tantas calles y lugares el nombre de algún presidente recientemente fallecido. Más allá de eso, el heroísmo sólo puede ser entendido dentro de un contexto específico: en la Alemania Nazi era heroico oponerse al antisemitismo, hoy es casi una obviedad.
En los albores de nuestra nación, héroes fueron todos aquellos que empuñaron la espada para liberar el territorio nacional de la ocupación española. Durante los gobiernos de facto, fueron héroes quienes buscaron el regreso de la democracia, quienes lucharon por los derechos humanos. Paradójicamente, algunos de ellos han tomado hoy un lugar dudoso en nuestra sociedad.
A los héroes se los recuerda, se los homenajea, se los aprecia, porque hicieron en algún momento un gran esfuerzo para que todos los que estamos aquí hoy podamos vivir en la forma en que vivimos. Pero entre ellos son los mártires los que merecen nuestro mayor respeto, porque han dado su vida para construir un sueño.
La Iglesia Católica ha sabido muy bien en toda su historia comprender el heroísmo y rendirle tributo: los santos no son otra cosa que los héroes de la Iglesia. Santos son aquellos que han llevado el mensaje de Jesús de Nazareth a todos los rincones de la tierra; son aquellos que han muerto por su fe, porque con esa muerte han contribuido a sostenerla; son aquellos que con su vida pueden inspirar a los otros cristianos a llevar una vida ejemplar, una vida según los mandamientos de la iglesia.
Así como los santos dan nombre a templos, congregaciones y otra serie de cosas en la iglesia católica, los héroes de un país dan nombre a las calles y plazas, además de tener monumentos en su honor. Por eso, gran parte de las calles de nuestras ciudades llevan el nombre de los militares de la primera hora de nuestro país, así como también de aquellos que han gestado nuestra nación. Últimamente se ha querido reemplazar el nombre de Roca en todos los lugares en los que fuera posible y lo mismo sucede con Colón, signos claros de la concepción del heroísmo que se desarrolló en esta última década.
Para sobrevivir, nuestra república también necesita héroes, personas que busquen algo más que su beneficio. No pido entrega absoluta, porque son muy pocos los que tienen esa capacidad, sólo necesitamos personas que le teman a la historia. Como aquel famoso “que la historia me juzgue”, que independientemente de la afinidad que uno tenga, denota una conciencia que va más allá de los próximos cinco minutos, una mirada de largo plazo que generalmente nos faltó.
Estos héroes de la república combaten sobre todo los atropellos de un poder sobre el otro, se rebelan contra el gobernante de turno que quiere acaparar para sí todas las áreas del Estado. Y por extensión combaten la corrupción, sobre todo la corrupción grosera. Se enfrentan al narcotráfico y lo denuncian sin temor. Todos estos héroes de la república ponen en riesgo su vida, porque es posible que terminen como mártires: y lo saben. Pero pueden ver más allá, pueden entender que con su potencial sacrificio están construyendo una república para el futuro, para que todos los que vengan luego puedan ver garantizados sus derechos y puedan vivir en una Argentina en paz.
No son personas extraordinarias, son personas como nosotros. Pero un día algo les sucedió, algo les cambió la vida y decidieron actuar. Desde su lugar han decidido hacer la diferencia y se han arrojado a su epopeya. Madres que han perdido a sus hijos por la droga, jueces que no temen enjuiciar a los corruptos, fiscales que no temen investigar y denunciar, periodistas que no se callan. Lo único extraordinario de estas personas es su coraje.
Yo no sé qué paso con el fiscal Nisman, deberá determinarlo la autoridad competente. Tengo enquistada la idea de que perdió su vida por denunciar a las altas esferas del poder, por descubrir una trama escabrosa. Y si mi impresión es correcta, entonces este fiscal se ha convertido en un mártir de nuestra República. Y si queremos que estos héroes sigan surgiendo y ejerciendo estas acciones republicanas, entonces tenemos que honrarlos. Me indigna escuchar a quienes se refieren con desdén a la denuncia que presentó el fiscal. Me indigna porque independientemente de que fuera cierta o no, su vida se derramó por esa denuncia. Lo menos que merece alguien que murió por defender aquello que él consideraba la verdad es respeto, el respetuoso silencio de aquellos que cobardemente se esconden tras las comodidades del poder.