No pude evitar sentir que los milagros existen cuando escuché que el elegido para ocupar la silla de Pedro era el cardenal Jorge Mario Bergoglio, porque debo admitir que tenía pocas esperanzas de que ese cónclave, que los medios nos presentan como una suerte de reunión de temibles burócratas, en apariencia alejados y ajenos a sus fieles, expertos en componendas, intrigas y traiciones, eligiera a un verdadero pastor, un hombre de fe y lleno de humildad –cualidad no menor en un cristiano: Jesús lavó los pies de sus discípulos- como lo es el Arzobispo de Buenos Aires.
Sin embargo sucedió. Habrá que creer que el Espíritu Santo descendió sobre las cabezas de los cardenales, como alguna vez, hace casi 2000 años, sobre las de los primeros discípulos. Como me dijo un amigo al que llamé poco después, no necesito esto para tener fe, pero un milagro, cada tanto, qué bien nos hace….
Soy cristiana pero no pertenezco a la Iglesia Católica. Mi padre, que es pastor protestante, comparte mi felicidad. Ambos hemos sido testigos de la vocación pastoral y ecuménica de Bergoglio en muchas oportunidades. Cuando las autoridades argentinas abandonaron a su suerte a las familias que perdieron a sus hijos en Cromañón, él estuvo allí para consolarlos y las puertas de la Catedral siempre abiertas para ellos. Un colega y amigo entrañable de mi padre, acabó sus días rodeado de amor y cuidado en un hogar para padres jesuitas porque Bergoglio, que lo había conocido en reuniones ecuménicas, gestionó un lugar para él allí cuando supo que estaba desamparado, pese a que no era católico.