A fines de marzo, el gobierno anunció un recorte parcial en los subsidios al gas natural y al agua, lo que implicará un ajuste tarifario escalonado por segmentos. Si bien no hay un cálculo firme, Kicillof declaró que el recorte se ubicaría en el rango de los 5.000 a los 13.000 millones de pesos. Desde Martín Lousteau a Domingo Cavallo, la oposición aplaudió la medida, aunque criticando la demora en efectivizarla. Por su parte, la presidente Cristina Kirchner defendió la decisión planteando que busca profundizar la redistribución, ya que la “década ganada” permitió la recomposición de los salarios y volvería innecesario el nivel actual de transferencias para mantener las tarifas congeladas. Estas declaraciones optimistas ocultan una realidad más preocupante. La quita no resuelve el déficit fiscal, y es más que nada un saludo a los organismos internacionales de crédito, por la necesidad creciente de conseguir financiamiento para maquillar los límites de la acumulación de capital.
La función de los subsidios
Durante toda su historia, la industria argentina, en casi todos sus renglones, fue ineficiente en términos internacionales, debido a sus mayores costos por una menor escala y productividad. Por ese motivo, precisó de transferencias que le permitieran sostener su actividad. Esas transferencias no podían surgir de impuestos a esos capitales, puesto que no se sostenían por sí mismos. Necesariamente, debían originarse en una fuente “externa” al sector. O bien del recorte de algún gasto social, o bien de otros recursos extraordinarios como la renta diferencial de la tierra agraria o el endeudamiento.
A lo largo del siglo XX, la industria argentina se reprodujo por esos flujos, que se materializaron en forma de créditos, protección arancelaria, tipo de cambio, o bien por subsidios directos. Esto permitía el crecimiento de la estructura industrial durante cierta cantidad de años, hasta que ese recurso se agotaba o se volvía insuficiente para sostener ese peso, lo que derivaba en crisis periódicas y cada vez más agudas, que dejaban tras de sí el tendal de quiebras y la caída del poder adquisitivo de los trabajadores.
Luego de una de esas grandes crisis, la del 2001, la industria se recuperó mediante las transferencias a los sectores económicos, uno de los caballitos de batalla del kirchnerismo. Eso permitió mantener congeladas las tarifas de energía y transporte, insumo esencial para el sector. No obstante, la industria argentina no logró derribar sus límites crónicos. A pesar de la inmensa batería de transferencias, que en 2013 alcanzó el 5% del PBI, no se solucionó el problema de fondo. La economía argentina se vuelve cada vez más marginal y sus capitales cada vez más pequeños en la competencia internacional. Lo que obliga a incrementar el volumen del respirador artificial que la sostiene en su conjunto.
En la situación actual, la posibilidad de mantener el nivel de transferencias para soportar la estructura industrial se ve acotada por la insuficiencia de los ingresos por exportaciones agrarias, en el contexto de la desaceleración de China, principal comprador de soja. El recurrir a la emisión, como se viene sosteniendo en parte el déficit fiscal, profundiza las tendencias inflacionarias y anula los efectos de la devaluación de principios de año, lo que plantea la perspectiva de una nueva devaluación y una corrida hacia el dólar. La única alternativa que le queda al gobierno es volver a endeudarse como en los ‘90. Los capitales que acumulan en el mercado interno, incluidos las filiales de grandes multinacionales, presionan en este sentido puesto que de eso depende su supervivencia, y con ello la del mismo gobierno.
En ese contexto el kirchnerismo patea la pelota hacia adelante, mientras envía guiños a los organismos de crédito. La crisis reclama un ajuste. Pero si desmantela los subsidios y desata las tarifas, firma su certificado de defunción. Por eso, busca ganar tiempo con medidas de prueba. La quita anunciada, en el más extremo de los cálculos, no alcanza siquiera al 10% de los subsidios a sectores económicos. Es decir, está lejos de poner en orden las cuentas fiscales. En realidad, lo que busca esta medida es mostrar una voluntad de ajuste frente a los organismos de crédito sin realizarlo abiertamente. En el mismo sentido que la indemnización a Repsol, el debut del nuevo IPC, o las gestiones de funcionarios en Europa y Estados Unidos, la quita parcial intenta mostrar a la Argentina como un país confiable, con capacidad de pago, para recibir deuda. A la vista de los nulos resultados, el gobierno no pretende mucho más que un préstamo que le permita llegar a 2015, para que el trabajo sucio lo terminen otros. La quita de subsidios, lejos de mostrar la fortaleza de una industria que ya puede sostenerse por sí misma, es más bien el síntoma de una crisis profunda. El gobierno y la oposición sólo pueden encararla mediante más deuda y bajas salariales, porque no están dispuestos a enfrentar a los capitalistas ineficientes a quienes representan.