La baja de los subsidios es un viejo reclamo de la denominada ortodoxia de los economistas, que ahora el Gobierno justifica como racionalidad del consumo de los hogares.
Pero la quita dividida en tres etapas se queda nuevamente a mitad de camino, como ocurriera hace más de dos años cuando se intentó hacer un llamado a un renunciamiento voluntario, porque no incluye a la energía eléctrica.
De ahí que se avanza poco en la reducción de la brecha tarifaria que favorece a los porteños y a los habitantes de la provincia de Buenos Aires en comparación con lo que paga la mayoría de los residentes en las restantes provincias.
Menos aún se avanzará en reducir significativamente el gap entre el promedio de tarifa de gas y agua que abona el promedio de los argentinos respecto de los habitantes en los países vecinos, Europa o los EEUU.
Ni qué hablar de que no se atiende al reclamo de los economistas de las consultoras privadas, y también de gran parte de los partidos de la oposición al Gobierno nacional, de que la base de la rebaja de los subsidios a los sectores de medianos a altos ingresos debiera seguir dos objetivos esenciales: reducir el gasto público para achicar el exagerado rojo fiscal y transferir recursos de usuarios a las empresas para que puedan intensificar sus inversiones para mejorar la calidad de los suministros.
Para el ministro de Economía bajar el gasto es hacer un ajuste, por eso opta por el camino opuesto; esto es, profundizar el desajuste, porque el supuesto ahorro que se obtendría con la rebaja de los subsidios se destinará a intensificar los planes asistenciales, principalmente la Asignación Universal por Hijo y el Plan Progresar, y en menor medida reforzar las finanzas de las empresas proveedoras de los servicios de gas y agua, aunque en proporciones no definidas.
Mientras que Kicillof y De Vido no consideran ajuste que para los consumos inferiores el monto a pagar de los servicios se duplicará en cinco mes y para los extremos se multiplicará por casi cuatro. Es cierto que en valores absolutos, los montos a pagar seguirán siendo paupérrimos respecto de otros consumos esenciales, como el transporte o el abono del celular.
De este modo, seguirán pendientes las medidas de racionalidad en el manejo del gasto público, entendido como tal que, al menos no crezca más que lo hacen los recursos tributarios. No hay economista o consultora privada que esté haciendo un llamado al recorte de las jubilaciones o de los salarios, como suelen esgrimir los ministros, sino simplemente atenuar la tasa de aumento nominal. Para que no queden dudas: si los ingresos suben 1.000 millones de pesos, lograr que el gasto, como extremo, no crezca más de 1.000 millones. De ese modo no bajará el déficit fiscal, pero al menos dejará de expandirse y elevar las presiones inflacionarias a través del financiamiento con emisión espuria por parte del Banco Central de la República Argentina.
Consumo racional
Se trata de una linda definición, pero pensar que quien tiene altos ingresos reducirá sus niveles de consumo de gas y agua porque la tarifa bimestral de gas podrá llegar a 500 pesos a fines de agosto es pensar que ese monto tiene un impacto relevante sobre sus presupuestos y que son individuos que lograron un buen pasar por haber dilapidado sus recursos.
Por el contrario, entre los consumos medios es posible esperar un uso más racional, pero si hubo despilfarro de gasto eso fue posible hasta 2011, comienzo de 2012, porque desde entonces, la aceleración de la suba de los precios, el freno de la actividad económica y, más recientemente, el encarecimiento del dinero, la reducción de oportunidades laborales y el recorte de la jornada laboral fueron forzando un manejo más cauteloso de los siempre menguantes presupuestos de las familias.