Durante dos períodos presidenciales muchos argentinos disfrutaron de un sueño placentero que les mostraba estar participando de un Estado ideal, de baja inflación y alto crecimiento sustentable de la economía, porque generaba empleos y de ese modo aseguraba la continuidad de la fiesta del consumo, y no existían costos de vivir en default parcial de la deuda pública permanente, y tampoco por la pérdida o el achicamiento de mercados externos, porque el cepo cambiario reducía las importaciones y se creía que así se contenía la fuga de capitales.
Sin embargo, gran parte de la población que no llegó a vivir ese sueño y que, por el contrario, se mantuvo despierta (aunque muchas veces dudaba de ese Estado porque advertía que estaba sumergido en una pesadilla), un día pudo decidir que era tiempo de cambio y por tanto se debía no sólo comenzar a reencauzar la economía para revertir una insoportable realidad social de una singular legión de excluidos que nunca aparecía en la siesta profunda en la que estaban muchos de los votantes: 30% de pobres, producto de más de 11% de la oferta laboral desempleada y creciente desaliento en el mercado de trabajo que había marginado a casi un 3% de la población, un 6% de la oferta laboral total que pasó a formar parte de los “desalentados”.
Frente a ese escenario el nuevo Gobierno se propuso seguir una hoja de ruta compleja, porque optó por medidas de shock para unos casos, que resultaron exitosas, y por el gradualismo para otros, con saldo parcial.
En el primer caso se ubicaron las medidas para salir del cepo cambiario, eliminar la mayor parte de las retenciones a las exportaciones, cerrar un rápido acuerdo con los holdouts para superar un pleito judicial después de casi 10 años con pago en efectivo, subir las asignaciones familiares y corregir parte de las distorsiones que generaba el congelamiento del mínimo imponible de Ganancias sobre los salarios de una pequeña parte de los asalariados y menos aún de jubilados y pensionados.
Mientras que en el segundo caso se situaron los aumentos de las tarifas de luz y gas, principalmente para sincerar los cuadros tarifarios en la limitada, pero amplia, área del Gran Buenos Aires; luego las correspondientes al transporte público de pasajeros para la misma región, y luego el agua, a lo que se agregó el sostenido aumento del precio de las naftas, aun en momentos en que baja la cotización internacional del barril del petróleo.
Hacen, pero no se ve
Y si bien el Gobierno nacional implementó la creación de la tarifa social para todos esos casos, con una cobertura que abarcó a más de tres millones de familias, a excepción de los combustibles, y elevó el alcance de las asignaciones familiares, de efecto inmediato, que se agregó a la estacional suba semestral de las jubilaciones y de la asignación universal por hijo, la sensación generalizada y la prédica diaria de los principales formadores de opinión, con muy pocas excepciones, es que “el Gobierno hizo una fenomenal transferencia de ingresos a los sectores más fuertes, como los empresarios del campo, la industria y la minería, mientras aún no le dio nada a los sectores postergados”, como los trabajadores, los desempleados de antes y los nuevos que se dispararon por el efecto de dichas medidas.
No sólo eso, la elección del gradualismo para los aumentos espaciados de las tarifas de los servicios públicos, los combustibles y también los servicios privados, junto con las autorizaciones de alza de los precios todavía “administrados”, como la medicina prepaga, la televisión por cable y otros, han provocado el resurgimiento de expectativas fundadas de un cuadro inflacionario sostenido que no sólo impide al Banco Central delinear un sendero de baja de las tasas de interés al nivel compatible con una meta de 25% de inflación, y con ello demorar el esperado ingreso de capitales de inversión productiva, sino que, peor aún, ha disparado decisiones de despidos en algunas industrias, en particular en las ramas de la construcción y de la altamente dependiente del ritmo de la economía de Brasil y del valor del petróleo en el mundo.
Con ese escenario, ya hay economistas que vaticinan enormes dificultades para que el Gobierno no sólo logre cumplir la meta de 25% de inflación, sino la de bajar el déficit fiscal a un 5% del PBI, casi el doble del promedio mundial.
Sin embargo, desde el presidente Mauricio Macri hasta sus ministros y secretarios de Estado se muestran confiados en que el cuadro cambiará radicalmente en el segundo semestre, porque ya habrán cesado los ajustes de tarifas y combustibles y los asalariados registrados volverán a contar con “ingresos nuevos” para “precios nuevos”.
No obstante, para llegar a esa instancia no sólo faltan transitar dos largos meses, sino que aún queda pendiente una respuesta de alivio para quienes están desempleados y diariamente se suman otros, más los sectores carenciados de menos de 18 años y de más de 60, que no están en condiciones de concurrir al mercado de trabajo.
Subestimación del pasado y sobrerreacción del presente
Durante los últimos cuatro años la economía no generó empleos privados netos, y el sector público, pese a haber creado una enorme cantidad de puestos por año, no llegó a absorber a la totalidad de las más de 230 mil personas que anualmente deberían haberse sumado al mercado de trabajo, para no agravar el desempleo, por lo que quedaron sin respuesta en ese período más de quinientas mil personas en todo el país.
Sin embargo, el sueño en el que estaban muchos de los beneficiarios de un modelo que dejó pesadas hipotecas por todos lados hizo que ese fenómeno no adquiriera la entidad que ahora ha tomado la denuncia sindical de más de 127 mil despidos en tres meses, mientras que nada se dice de los esfuerzos que está haciendo la mayor parte de las empresas para sostener e incluso incrementar levemente la nómina.
De ahí que se aliente desde las fuerzas de oposición a tomar medidas antiempleo, porque incluso en los casos en los que no se prevean despidos ni reacciones anticipadas en esa dirección, se deberán incrementar las previsiones contables, con el consecuente impacto alcista sobre los costos laborales y, por tanto, de subas de precios, esto es, de la inflación.
No es fácil despertarse de un largo sueño y encontrarse con una realidad que durante años se negó a gran parte de la sociedad, porque se consideró que vivía de “sensaciones”, y reaccionar rápidamente para no caer en estado de angustia. Y menos aún, recuperarse de una larga pesadilla.
El Gobierno todavía está a tiempo de abandonar el gradualismo y disponer de una vez todas las correcciones tarifarias que considere que restan y, al mismo tiempo, acordar con empresarios y sindicatos medidas de emergencia para compensar a los trabajadores y a la sociedad del impacto real de esas acciones sobre los sectores carenciados y con ingresos inferiores al promedio nacional, para esperar inmediatamente después un cambio de las tendencias inflacionarias como ocurrió en los primeros meses del Plan Austral, en junio de 1985; de la convertibilidad, en 1991 e incluso luego de la crisis de fines de 2001, principios de 2002.
Quienes aseguran que ya se está en la última etapa de los aumentos y que se quiere evitar un daño social, por eso no se encara una drástica reducción del desequilibrio fiscal, que es una de las claves del desmadre de los precios, no advierten que no sólo muchos economistas dudan del logro de una baja efectiva de ese déficit, sino que, peor todavía, aventuran un nuevo aumento de la presión tributaria.
Esa línea fue abonada al cierre de abril, cuando el ministro Alfonso Prat-Gay anticipó a la prensa la decisión de disponer una drástica suba del impuesto a la venta de cigarrillos, bajo el argumento de buscar recursos para asistir a las provincias, cuando es posible esperar enormes ahorros con sólo no validar los sobreprecios denunciados en la obra pública pendiente de pago y en los nuevos proyectos de obras de infraestructura, así como eliminar de la nómina los empleos y los subsidios inexistentes, sólo registrados para alimentar las fuentes de corrupción que también se denuncian a diario en los tribunales.