Solemos pasar por alto los elefantes y ocuparnos de las ovejitas. Se leen por doquier las críticas al robo al Estado, el exceso de gasto público, “lo que roban estos tipos” y similares conceptos, todos válidos o con una alta dosis de verdad.
Pero somos más inocentes cuando vamos a lo concreto. A buscar las raíces de los problemas o el modo más fácil de resolverlos. Caemos en generalidades y frases hechas, y preferimos, por desidia, por conveniencia o por lo que fuera, no profundizar en algunos temas.
Por ejemplo, no queremos aceptar que toda corrupción del Estado tiene un socio y cómplice privado. Nos parece que el funcionario tiene una obligación ética y de lealtad, mientras que el privado es “un empresario que defiende su empresa”. Tenemos que revisar urgentemente la definición de empresario o por lo menos hacer una gran división.
Y también habrá de revisarse el límite preciso de estos derechos adquiridos que la mayoría de las veces son derechos comprados, que aunque parezca un sinónimo no lo es.
Miles de “empresarios creativos” inventan negocios inviables o inexistentes y luego se asocian con los funcionarios para expoliar al Estado. Sobreviven de gobierno a gobierno y van evolucionando. Una vez que se ganan la confianza de los funcionarios corruptos, son éstos quienes los buscan con nuevas ideas para desarrollar.
En el imaginario popular, sólo unos poquísimos nombres son demonizados con el estigma. Pero hay miles prendidos al presupuesto nacional y a los provinciales y municipales. Caminos, puentes, represas, informática, subsidios, importación de gas y petróleos, concesiones, venta de equipamiento militar, hospitalario. No se trata de “facilitating payments”, como los llama la hipocresía americana. Son auténticas sociedades para robar.
Allí hay empresarios que comparten y empresarios testaferros o prestanombres. La industria de las facturas truchas para justificar impositivamente el pago de retornos ha evolucionado ahora a facturas truchas al Estado, que no recibe ningún servicio, donde el funcionario corrupto devuelve al “empresario” el 30% y se queda con el resto.
Los presupuestos tienen hoy ese efecto acumulado. Todos estos casos tienen un denominador común. Si alguien quisiera eliminarlos se enfrentaría a que se le opondría el concepto de derechos adquiridos, o de seguridad jurídica, en términos de lobby. Un lobby poderosísimo que se mide cuando se empiezan a barajar nombres, muchos de ellos consultados por la prensa diariamente como si fueran expertos en otra cosa que el latrocinio.
Vamos a poner dos ejemplos recientes. El primero la Ley de Hidrocarburos que se acaba de aprobar y que es tema de comentario en todos los medios. En esa norma, además de otras barbaridades que no son objeto de esta columna, se otorgan preferencias, concesiones y prebendas de todo tipo a empresas amigas, socias, testaferros, y seguramente a alguna que no ha hecho nada malo pero que se beneficia en la volteada.
Esos privilegios, además de la falla ética, ponen en riesgo cualquier política energética -si alguna vez hay una- al establecer un derecho de pernada y un virtual oligopolio para esas empresas, que aportarán un muy bajo financiamiento en una actividad que requiere justamente todo lo opuesto. También ahuyentará a las pocas empresas en el mundo con capacidad técnica y financiera para la gigantesca y difícil tarea de explotar Vaca Muerta.
Cuando alguna vez tengamos gobierno, necesariamente tendrá que revisar estos privilegios para poder incorporar a los grandes jugadores. Se encontrará entonces conque estos beneficiarios de hoy reclaman una compensación fabulosa por sus “derechos adquiridos” sea lo que fuere que esa frase signifique. Así crece exponencialmente el gasto del Estado. Con decisiones que nadie entiende, a veces sin coherencia, a veces con cláusulas secretas.
En la cola se pondrán a partir de la fecha los afectados por esta ley que se aprueba hoy, enarbolando también los derechos adquiridos problablemente de algún modo similar. Los montos son mucho más significativos que el ahorro real de despedir empleados, vagos o no, medida que también se suele esgrimir siempre, con cero resultado.
Lo mismo ocurre con la ley de Medios bis, o como se quiera llamar a la reciente Ley de Telecomunicaciones que permite la entrada de las telco en el juego del cable, con o sin justificativo. Va a generar juicios por enormes reclamos que el Estado perderá, como siempre, por parte de los antiguos protagonistas, protegidos de la competencia de la banda ancha, y en el futuro, reclamos de todos los nuevos beneficiados cuando la práctica obligue a los cambios que ya se advierten va a sufrir la norma en el futuro.
La cantidad de casos y los montos son tan relevantes, que se debe pensar en los mecanismos de legislación de emergencia para poder modificar o anular estos contratos, y en el tratamiento permanente futuro de estos convenios, a la vez que en un plan sistemático para la detección y revisión de estos casos. Definitivamente, también habrá que modificar las responsabilidades penales de los privados en la corrupción de estado. Si la oposición habla de derogar el Código Civil, con más razón habría que revertir estos “derechos adquiridos”. Cierto que habrá que enfrentarse al lobby más poderoso y de rancia corrupción de la Argentina.
Está claro que se debe respetar la seguridad jurídica, pero un punguista no puede alegar el derecho de posesión de una billetera robada, ¿no?
Esto es más necesario cuando se advierte que varias de estas normas han sido hechas a las apuradas y con el solo propósito de generar privilegios, prebendas o ventajas políticas antes del cambio presidencial de 2015.
Por una serie de razones muchos dirán que esto no es posible. Nada es posible entre nosotros, salvo robarle al Estado. Y hablar al vicio.