Estamos pensando post-K en las últimas notas, como recordarán. Fijamos objetivos de mediano plazo, hablamos del cepo y del gasto. A la derecha de la pantalla están los tres artículos, Señor, si tiene ganas.
Ahora llegamos a lo que usted realmente le importa. Lo que va a tener que pagar de impuestos.
Hagamos un pido para aclarar lo que entendemos por impuestos:
-A las ganancias
-A los bienes personales
-IVA
-Recargos de importación en todas sus formas
-Retenciones y otros recargos de exportación
-A las transacciones bancarias
-Gabelas nacionales, provinciales y municipales de toda clase
-Provinciales de Ingresos Brutos y similares
-Sellos
-Todos los que gravan facturas de servicios diversos
-Internos y otros a actividades o bienes específicos
-Cargas sociales patronales y aportes personales de cualquier índole
-ABL y similares.
-A la herencia en algunas provincias
-Y seguramente muchos otros ocultos o particulares que el lector padece. (Agregue la inflación, si quiere amargarse)
La carga que pesa sobre el ciudadano que trabaja y vive en blanco es la suma de todos estos gravámenes, que puede llegar a cualquier porcentaje, según como se analice. Mi cálculo personal es que una persona que cobra un sueldo de 15,000 pesos, está pagando impuestos equivalentes al 65% de sus ingresos, como mínimo.
Lamento decirle que muy difícilmente un nuevo gobierno vaya a bajar este nivel de impacto sobre su economía. (Bueno, no insulte, sólo le cuento, no se la agarre conmigo)
Seguramente se intentará corregir barbaridades, como en el impuesto a las ganancias el aplanamiento de las escalas y el cobro a las empresas sobre ganancias inflacionarias, pero eso no cambiará la carga total a soportar por la economía.
La razón es bastante simple: no bajará el gasto total en valores absolutos. Ninguno de nuestros políticos quiere, ni puede, ni sabe hacerlo. Ni siquiera la sociedad lo quiere en serio. Todo esto parece oponerse a lo que yo mismo he escrito aquí sobre el gasto. No es así. Escribo sobre lo que se debe y puede hacer. No soy responsable de la conducta, inconducta, corrupción, estupidez o incompetencia de los gobernantes.
Como en el caso del gasto al que financia, lo máximo que se intentará será utilizar un supuesto crecimiento para que la carga tributaria relativa disminuya. Ese culebrón lo hemos visto muchas veces antes, con resultados siempre iguales. Es un error indignarse por esto solamente con los K, porque no ayudaría a comprender el problema en su total magnitud.
Ahora puede ser peor, porque si se intenta parar la emisión desenfrenada con que se está financiando parcialmente el gasto, se deberá elevar los impuestos para reemplazar la emisión, lo que rayará en la alevosía.
Quienes propugnan un nuevo sistema impositivo tienen razón, por lo menos parcialmente. Pero si no se baja el gasto, la carga total será la misma. Y cuanto más alto sea el gasto, más difícil será la discusión sobre el sistema impositivo, que en definitiva determina siempre ganadores y perdedores. Ni hablar cuando se introduzcan en la discusión las retenciones y la Coparticipación. Será lo más parecido a una pelea entre un Pitbull y un Rottweiler.
Con una masa brutal de desocupados reales, fruto de las sandeces económicas acumuladas y de un crecimiento poblacional laxo e irresponsable, faltan muchos años, aún con un buen plan, para que se creen empleos privados y otras condiciones que hagan bajar el gasto drásticamente, lo que no significa que no se deba empezar a dar ya esa lucha.
En términos de competitividad, debe recordarse que los impuestos son costos que presionan sobre ella, y consecuentemente requerirán mayores devaluaciones para adecuar los costos en dólares a los mercados mundiales. Eso también es válido para el mercado de empleos, o de trabajo, que, aunque no nos demos cuenta, también está compitiendo globalmente.
Notará el lector que, contrariamente a mi hábito de proponer un camino para todo, no estoy intentando pergeñar un sistema impositivo ni dar lineamientos sobre su formulación. El tema requiere profundos estudios y una concepción política de la Nación que no se ha establecido. La Constitución Nacional, que debería sentar esas bases, es un caos ideológico como fruto de las reformas baratas del alfonsinismo y del menemismo, ampliado por los dislates de los nuevos códigos y leyes fundamentales de los últimos diez años.
Pero ya que tanto nos gustan los acuerdos políticos, pactos de la Moncloa y otras rimbombancias, un pacto patriótico sería aquel en el que todos los partidos se comprometiesen a debatir y aprobar, dentro de ciertas pautas prefijadas, un nuevo sistema de gastos, presupuestos, déficit y endeudamiento, estableciendo niveles máximos para cada uno, y también preeminencias y prioridades. Ya hemos hablado de esto varias veces.
Ese acuerdo debería incluir imprescindiblemente las leyes de coparticipación, hoy desvirtuadas por una suma de desaciertos políticos, y por el apoderamiento de ciertos impuestos por parte del gobierno nacional, que así genera caja para manosear a los gobernadores e intendentes.
También podría lograrse un sistema impositivo menos desestimulante a la inversión, la creatividad, el esfuerzo y el riesgo como el actual, fruto de la improvisación, la urgencia y la emergencia.
Teóricos más prestigiosos que quien escribe han propuesto volcarse hacia un sistema más federal, donde la mayoría de los impuestos sean recaudados por las provincias, y la Nación retenga apenas el mínimo de impuestos para atender a su funcionamiento.
Habrá que recordarles que en 1853, con apenas 1,800,000 habitantes, hubo que sacrificar los principios federales defendidos por Alberdi en sus Bases, y plasmar un sistema impositivo casi unitario. Ello, para permitir la unidad mínima para transformarse en Nación. ¿Es distinto hoy? Los conceptos fundacionales suelen ser muy buenos, pero la democracia y las masas poblacionales no son fáciles de ignorar, aunque ninguna de las dos lleve la razón, necesariamente.
Cualquier cambio importante requiere liderazgos importantes. Y patrióticos. Ese es tal vez el más destacado ingrediente que deberíamos buscar en los políticos que elijamos.
Y ya que hablamos de patriotismo y de nuestro mayor adalid económico, el preclaro Juan Bautista Alberdi, no está mal recordar un párrafo de su Sistema Rentístico, que escribiera el mismo año de la Constitución Nacional:
“… la economía real que traerá la prosperidad a la Argentina no depende de sistemas ni de partidos políticos, pues la República, unitaria o federal (la forma no hace al caso), no tiene ni tendrá más camino para escapar del desierto y del atraso, que la libertad concedida del modo más amplio al trabajo industrial en todas sus fuerzas (tierra, capital y trabajo), y en todas su aplicaciones (agricultura, comercio y fábricas)”
“En efecto, ¿quién hace la riqueza? ¿Es la riqueza obra del gobierno? ¿Se decreta la riqueza? El gobierno tiene el poder de estorbar o ayudar a su producción, pero no es obra suya la creación de la riqueza”.
“El trabajo libre es el principio de la riqueza”