Hay líderes que buscan la gloria defendiendo un ideal de importancia esencial para una sociedad, pero también los hay que por lograrla son capaces de negarse a sí mismos o de cometer graves errores sin guardar miramientos con los perjuicios que pueden ocasionar corriendo riesgos incalculables. Este último es el caso del presidente Juan Manuel Santos.
En nombre de una paz que en 1997 estaba “de un cacho”, según el primer mandatario, y que ahora está “a la mano” porque “nunca antes habíamos avanzado tanto en acuerdos con las FARC”, el presidente estigmatizó a la mitad de la población calificándola de “extremo derechista” y “amiga de la guerra sin fin”, se mostró receptivo con el apoyo electoral de los grupos guerrilleros y los puso del lado de la paz sin que hayan dejado de atacar los bienes y las tropas de la nación.
Demasiada osadía del presidente y sus asesores. Uno no sabe si las ansias de gloria les ha hecho perder de vista el peligro de abrir las puertas de la acción política a quienes se empecinan en la acción violenta, a quienes son defensores de un proyecto continental antidemocrático que en otras latitudes se ha impuesto por vía electoral, sin exigir el abandono de las armas.
El camino que se sigue conlleva el peligro de regalarle espacios al proyecto de la “patria grande” que comparten las guerrillas de las FARC, el ELN, los gobiernos del ALBA y la dictadura castrista. Y no es que se les vaya a hacer la concesión a través de un texto, decreto o capitulación, no. En los hechos y hace años, Colombia está en la mira. Cuba y Venezuela, centros del proyecto rodean y vigilan la negociación. No acompañan por hacernos un favor o prestarnos un servicio, tienen sus intereses. No es un invento de mentes enfermizas decir que en el discurso de las guerrillas colombianas y de los gobernantes de esas dictaduras existe una identidad de palabras mayores. Hablan, por ejemplo, del ideal “bolivariano” del “socialismo del siglo XXI”. No son palabras carentes de sentido. Líderes que piensan igual gobiernan a sus anchas, con reelección indefinida, en Bolivia, Ecuador y Nicaragua.
No todos tienen el mismo margen de maniobra, lo que explica las diferencias de ritmo en la aplicación de su plan anticapitalista, estatizador, con recorte o supresión de libertades individuales, asfixia a la iniciativa privada, condena al ánimo de lucro, control de los poderes públicos por el Ejecutivo, silenciamiento de la prensa, atropellos a las fuerzas opositoras a las que tratan de enemigas.
En nuestro país existen grupos, movimientos, partidos, tendencias y personalidades partidarios o simpatizantes de ese proyecto. No están “a un cacho” del poder, pero, merodean, hacen bulla, estimulan y azuzan las “luchas populares” y de “clases”, se apropian de banderas que después tiran al pote de la basura.
Los viejos, ortodoxos y dogmáticos comunistas estalinistas poseen la capacidad de seducir con su discurso justiciero a un vasto conglomerado de sectores sociales, intelectuales, académicos y líderes sociales. Por supuesto, esa favorabilidad no se traduce siempre en militancia, en cambio sí en una actitud de desprecio por las instituciones que nos rigen que les da para pensar que es mejor cualquier otra cosa.
Es un sector que no ve ningún problema en que los comandantes responsables de crímenes de lesa humanidad no paguen cárcel por delitos de lesa humanidad, en que no dejen ni entreguen las armas, en que ocupen puestos en el Congreso o en una eventual asamblea constituyente. No creen que haya motivo de preocupación. Peor aún, consideran paranoicos a quienes alertan para que no nos suceda lo de Venezuela.
No es que el “cuco” vaya a venir, es que ya está aquí y bien representado. Son débiles aún, pero hábiles para sortear esa circunstancia. Como buenos discípulos de Stalin, uno de los grandes criminales de la historia, se camuflan, se parapetan, se infiltran, cambian el nombre de su partido, crean organismos con títulos pomposos que defienden principios en los que no creen. Hay comunistas clandestinos y legales, seguidores disciplinados del Movimiento Continental Bolivariano que asisten a sus congresos lo mismo que al Foro de Sao Paulo, eso no es un invento. Hay personas, como el profesor de una universidad pública que, siendo activo guerrillero de las Farc, hizo parte de la junta directiva de Empresas Públicas de Medellín. Un reconocido y otrora dirigente sindical es hoy uno de los cuatro jefes del ELN, hay congresistas de izquierda que han logrado que ideólogos de la combinación de todas las formas de lucha sean consagrados como mártires de la democracia en la que nunca creyeron.
Por el flanco civil, que es hoy día el principal teatro de batalla, uno se pregunta ¿qué hacía el líder comunista Carlos Lozano, director del semanario “Voz” en las listas al Congreso del partido Verde? Y también hay políticos del llamado “establecimiento” que no es que se hayan cambiado de bando sino que carecen de visión, de principios o de escrúpulos, que desconocen la naturaleza de ese peligro, que lo minimizan, que piensan que el problema se resuelve facilitando acceso gratuito a la política a los grupos que abrazan el proyecto de la “patria grande”. Y también hay dirigentes de Estado que, como anotábamos al comienzo, solo piensan en su gloria personal.