Y Petro creó… el caos

Se quitó la máscara de la democracia, que era eso y no otra cosa, con la que cubrió su faceta de revolucionario y agitador de multitudes en los últimos 22 años.

En su afán de convertirse en mártir en vida de las “oscuras fuerzas del fascismo”, Gustavo Petro arrasó, con grandilocuencia retórica, su compromiso con la paz y con la institucionalidad. Aunque acudió a la tutela, vía legítima, no desactivó la presión de calle. Se le olvidó que para ser demócrata hay que serlo y parecerlo.

En circunstancias que ameritan un interesante debate jurídico (destacable el espacio dedicado por El Tiempo al análisis) Petro reaccionó apelando a un tendencioso juego de palabras en el que se confunden amenazas e incitaciones a la rebeldía con declaraciones de fe en la democracia.

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Por la paz, ¿todo se vale?

La campaña electoral, entrecruzada con las conversaciones de paz, está atravesada por el miedo. No es un sentimiento extraño en la acción política, pero casi nunca nos percatamos de su presencia. El temor al “otro”, que en ocasiones es comprensible y controlable, puede opacar el conveniente y saludable análisis racional.

Desde el pensamiento lógico nos hemos hecho la pregunta sobre las razones por las que sectores de la intelectualidad, que tienen a su alcance herramientas heurísticas, datos, información y capacidad de reflexión, sostienen un discurso que les da fundamento sociológico a las guerrillas. A título de ensayo lanzo la siguiente hipótesis: en el marco de las denuncias y luchas contra la democracia restringida del Frente Nacional, contra la apelación sistemática al estado de sitio y contra violaciones de los derechos humanos en el contexto de la “Guerra Fría”, se gestó una comunidad crítica de inspiración marxista que ha extendido al presente sus juicios negativos sobre el sistema político colombiano, de tal suerte que se niega la voluntad de este para reformarse. La causa primigenia de todos los males de la nación reside, según ellos, en factores estructurales y la responsabilidad del alzamiento y de todo lo que ha sucedido es achacable al estado.

Prevalece una actitud negacionista sobre el reformismo, la crítica a la democracia colombiana es despiadada y para completar, asemejan el régimen político con las dictaduras latinoamericanas del siglo pasado. Impera en su producción discursiva una bajísima (por no decir nula) autoestima frente a la institucionalidad vigente. Se avala la participación en las elecciones pero, no se confía en ellas, la desconfianza se extiende al sistema judicial. El país, dicen, hay que reconstruirlo o refundarlo.

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