Los colombianos ya perdimos la cuenta de los sapos que nos hemos tragado, sin derecho a regurgitar, en estos dos largos años de negociaciones de paz.
También tragamos muchos en la negociación del Estado con los grupos paramilitares, es cierto, pero dicho proceso tuvo una entrada engullible, su manifestación de cesar en sus acciones armadas, entregar las armas, desmovilizarse y a concentrarse en un lugar mientras se realizaban las conversaciones.
Fue una paz imperfecta porque individuos culpables de crímenes atroces en vez de pagar 40 o 50 años en prisión, recibieron una pena de 8 años. No han declarado todas las verdades, un porcentaje cercano a un diez por ciento se ha reciclado en las bandas criminales, la Fiscalía ha sido extremadamente lenta y los jueces han proferido pocas sentencias y, la reparación material y la devolución de tierras no se ha dado en la medida esperada.
Sin embargo, vista en perspectiva, esa paz imperfecta significó el fin del paramilitarismo, el retorno del monopolio de las armas al Estado, el cese de la persecución a los dirigentes de izquierda y de movimientos populares, de los magnicidios y de las masacres de civiles por motivos políticos. También tuvo su incidencia en el destape de los nexos que tales grupos establecieron con dirigentes políticos, gobernantes, congresistas, empresarios y miembros de la Fuerza Pública.
Si bien no todas las denuncias concluyeron en cárcel para los acusados y todavía hay investigaciones en curso, no menos cierto es que muchos de los procesados están pagando penas privativas de la libertad y que la infiltración del paramilitarismo en todos los organismos de poder y en las instituciones públicas se revirtió casi en su totalidad.
De manera que hemos consumido sapos y seríamos capaces de seguir la asquerosa dieta en aras de la paz. Pero, a los críticos de aquel proceso les pareció una afrenta a la moral y a la justicia lo que se consagró en la Ley de Justicia y Paz con la que fue refrendado. Fueron implacables, injuriosos y mordaces. Decían que había sido una “negociación de yo con yo” queriendo asimilar el gobierno con esos grupos.
En el proceso de negociaciones que tiene lugar hoy entre el gobierno Santos y las FARC, la mesa de los colombianos se ha visto poblada con gran cantidad de sapos, culebras y sabandijas. A diferencia del anterior, aquí los aperitivos y la entrada tuvieron sabor amargo pues no hubo cese unilateral de hostilidades ni una declaración sobre el desuso de la vía armada y la voluntad de desmovilizarse. No hubo concentración de las guerrillas mientras se conversara. La mesa está en funciones hace no ya meses sino años y va para largo, aunque se ha dicho que “nunca habíamos avanzado tanto con la guerrilla”.
Lo duro y difícil tiene que ver precisamente con aquellos asuntos que, aunque de manera imperfecta, fueron resueltos con los paramilitares aplicando la “Justicia Transicional”. Cabe decir, ¿qué hacer con los responsables de crímenes horrendos: masacres de civiles, reclutamiento de menores, violencia de género, narcotráfico, destrucción de pueblos, secuestro de miles de civiles, asesinatos fuera de combate, etc.? Las FARC han dicho que no quieren saber nada de “Justicia Transicional ni de cárcel ni de entrega de armas”.
Lo que se decida a este respecto es determinante sobre la cuestión de la participación de los jefes guerrilleros, responsables de esos delitos, en la política.
Lo que resulta bien curioso es que quienes se escandalizaron con la impunidad y la imperfección de la negociación con los grupos de autodefensa, ahora se olvidan de su rigor y apego estricto a la ley al plantear que debemos hacernos los ciegos ante a la perentoria obligación del Estado colombiano de respetar la Constitución Política y los compromisos internacionales.
En sus escritos y declaraciones, intelectuales fieles a la causa de la paz habanera, unas belicosas pacifistas, el Presidente, congresistas enmermelados y el Fiscal que habla como presidente, tiran por la borda todo lo relativo a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario, llaman a buscar una salida nacional y a pisotear los tratados internacionales al sostener que no debe haber cárcel, que los jefes de las guerrillas podrán hacer política como si no hubieran cometido delitos de lesa humanidad, que se debe redefinir el delito político para que quepa en él el secuestro, el narcotráfico, la violencia de género, el reclutamiento de menores y un largo etcétera.
Vistas las cosas en perspectiva comparada, la negociación de Santafé de Ralito no es ni la sombra de lo que nos quieren embutir a la fuerza como si fuéramos patos a los que sobrealimentan para acrecentarles el hígado. Si tan solo aceptaran los términos de aquella negociación, si se mantuvieran firmes en sus postulados éticos y en su verticalidad jurídica, si tan solo fuesen coherentes, a lo mejor habría lugar para discutir una posición consensuada sobre lo que se discute en La Habana.
Pero no, en vez de ofrecer algo más que llamados a apoyar incondicionalmente la entrega de la bandera moral a los criminales, insultan, vituperan, injurian y ofenden. Yo me pregunto, ¿por qué tanto odio y tanta furia con quienes hacemos la crítica desde la institucionalidad y, tanta blandura, cortejo y obsecuencia con los criminales? y se me ocurre una respuesta: ellos creen que la extrema izquierda (las guerrillas) es más limpia, más honrada, de mejor familia y moralmente superior que la extrema derecha (paramilitares). Se les olvida que la vendada Astrea no distingue los crímenes de unos y otros.