Sobre las conversaciones de paz entre el gobierno nacional y la guerrilla de las FARC hay al menos dos puntos de partida para el análisis. Uno es el basado en los hechos y declaraciones de los protagonistas y otro en la etérea y especulativa rumorología.
Desde el primer ángulo observamos que todos los poderes están funcionando de forma sincronizada gracias a la mermelada presidencial. La idea madre al mando de este turbio proceso fue expuesta por el Alto Comisionado de Paz en conferencia pronunciada en la Universidad del Externado el pasado mes de mayo cuando sostuvo que la paz no consistía en la firma de unos compromisos: “Con la firma del acuerdo final… comienza (sic) un proceso integral y simultáneo de dejación de armas y reincorporación a la vida civil de las FARC”.
Con la firma, según él, se inicia un periodo de “transición” que nos conducirá a la paz verdadera. Estima que tendrá una duración de diez años, sin tomarse la molestia de explicar dicho lapso. Durante la transición se establecerán “las condiciones y las tareas que cada quien tendrá que cumplir para hacer posible la construcción de la paz”. La dejación de armas, asunto del máximo interés para la sociedad, queda en zona indecisa puesto que se daría en el marco de un “proceso” y no de un acto.
Recordemos, una vez más, el fundamento político de la estrategia oficial en esta materia. El Alto Comisionado dijo en esa ocasión que “los efectos de 50 años de conflicto no se pueden reversar funcionando en la normalidad. Tenemos que redoblar esfuerzos y echar mano de todo tipo de medidas y mecanismos de excepción: medidas jurídicas, recursos extraordinarios, instituciones nuevas en el terreno que trabajen con suficiente intensidad e impacto para lograr las metas de la transición”. En la semana que pasó, Humberto de la Calle ratificó estas consideraciones. De igual forma, el presidente Juan Manuel Santos dio a entender que la paz no es el cese al fuego y en un hecho insólito y excepcional, invitará a la comunidad internacional en la ONU, a avalar la no intromisión de la Corte Penal Internacional en su proyecto de paz con impunidad.
En esa línea directriz también podemos entender la actuación de los tres poderes públicos, de funcionarios de alto rango y la adopción de medidas “extraordinarias” como el Marco Jurídico para la Paz, que contempla la excarcelación de responsables de delitos de lesa humanidad.
Ahora el Congreso se apresta a sacar adelante en tres semanas, bajo la dirección del samperista Juan Fernando Cristo y como si se tratara de fijar el precio de la libra de comino, la realización de un referendo al que se someterían acuerdos desconocidos firmados en La Habana. Contraviniendo disposiciones constitucionales, el presidente Santos, fiel al pensamiento de “echar mano de medidas de excepción y recursos extraordinarios”, pretende unir en un solo día las elecciones para Congreso con el referendo.
El fiscal general ya nos había sorprendido meses atrás al cambiar, de manera excepcional, sus funciones sin que nadie lo autorizara. En efecto, ha sido un eximio peón del presidente asumiendo una posición que en vez de estimular la persecución del delito, del hampa y los criminales, justifica la impunidad para los crímenes de lesa humanidad de los jefes guerrilleros.
De otra parte, la Corte Constitucional, una de las esperanzas que quedan para salvaguardar el derecho internacional y la integridad de la Constitución, en un fallo agridulce, le prende una vela a dios y otra al diablo al declarar exequible el Marco Jurídico de la Paz y a la vez, aunque no se conoce aún el texto definitivo de la sentencia, estipular la no excarcelación de los condenados por delitos de lesa humanidad. Ahí deja, por ahora, una sombra de duda que los congresistas incondicionales del gobierno sabrán despejar con leyes regulatorias de lo que se acuerde en La Habana de tal forma que, como lo orienta el Alto Comisionado, de forma excepcional se tomen medidas que “impacten” la transición hacia la paz verdadera.
Los tres poderes del Estado colombiano actúan pues al unísono, porque hasta la Corte Suprema se ocupa de golpear las toldas de donde salen las críticas más consistentes a la paz impune. Sólo se oye la voz discordante y aislada del Procurador General. Los medios más poderosos del país y los gremios empresariales apoyan la aventura “excepcional” de alargar el conflicto diez años, así haya que violar la institucionalidad. Muy sutilmente están llevando al país a un golpe de Estado legal. ¿Qué más se puede deducir de una década de transición bajo medidas de excepción?
Así pues, que para las FARC y muy posiblemente para el ELN, el gobierno tiene servida la mesa. Nunca antes, desde que Belisario Betancur iniciara negociaciones de paz en 1983, se habían dado condiciones tan favorables para ellas en temas tan espinosos como justicia, realización de reformas a su medida, reconocimiento y participación en política, veeduría internacional, no reparación de sus víctimas. Y con el apoyo de casi toda la institucionalidad. ¿Se sentarán a manteles o desperdiciarán una ocasión que la pintan calva?
Tomen nota de que en esa mesa la silla para una opinión pública descreída y desconfiada permanecerá vacía, hasta que sean tenidas en cuenta y aceptadas sus exigencias de justicia, prisión y no elegibilidad política para los responsables de delitos de lesa humanidad, reparación a las víctimas, verdades y dejación y entrega de las armas.
Mientras se produce el desenlace, tendrá lugar una intensa puja entre esos poderes institucionales, medios y funcionarios enmermelados y el país nacional.
La versión del rumor no es totalmente opuesta. Estaría en operación una segunda mesa de conversaciones de línea más directa entre el gobierno y el máximo comandante de las FARC a través de emisarios como el hermano del presidente. Las inconsistencias en declaraciones y el ruido de Iván Márquez y Jesús Santrich en La Habana tendrían la función de aplacar a los sectores más militaristas y más ligados al narcotráfico para evitar una ruptura o bien para aislarlos al máximo.
De esta manera, es factible la firma de unos acuerdos que dejarían en el aire, por un tiempo -¿diez años?- y todavía dentro del pensamiento del Alto Comisionado, asuntos como penas de cárcel, participación política y entrega de armas, para ser ventilados después de las elecciones en el marco de la llamada “transición hacia la paz verdadera”.