La Corte Suprema falla (“prohibido opinar”) y no pasa nada

Casi sin que tuviera difusión en los medios y con nulo debate, la Corte Suprema de Justicia acaba de tomar una decisión que marca un quiebre con respecto a sus propios fallos, fomenta la autocensura y puede derivar en una condena para la Argentina en los tribunales internacionales.

En un fallo divido, la Corte condenó al ex gobernador de Santa Cruz Sergio Acevedo a pagarle al juez federal Rodolfo Arístides Canicoba Corral una indemnización de 22 mil pesos más costas por haber ofendido su “buen nombre”.

El fallo se refiere a una frase que Acevedo pronunció en un reportaje que le dio a Página 12 en 2004. “Mire cómo reacciona la corporación judicial frente a cualquier atisbo de reforma. Todos sabemos lo que son los Urso, Oyarbide… seres detestables… Bonadío, Canicoba Corral… ahora fíjese lo que es la corporación judicial en el Consejo de la Magistratura. ¿Qué sistema de selección tuvieron con esos jueces? (…) Menem habla de una persecución de una Justicia que él mismo designó. Son los jueces de la servilleta”.

El contexto político era bastante distinto. Acevedo formaba parte entonces del kirchnerismo en ascenso y Carlos Menem se plantaba como la oposición más dura. Ahora es diferente. El santacruceño renunció a su cargo en 2006 por diferencias con el gobierno y se mantuvo en el llano; el riojano acaba de salir a ratificar su respaldo a Cristina Fernández y a festejar que la Presidenta “ha tomado nota” de la derrota en las elecciones. Canicoba Corral sigue siendo juez:  cumplió hace muy poco dos décadas al frente del juzgado federal N° 6.

Las diferencias en la Corte quedaron expuestas. Un sector defendió el derecho a la expresión y la crítica de Acevedo. El otro, mayoritario, privilegió el derecho a la honra y la reputación del juez. Raúl Zaffaroni, Juan Carlos Maqueda y Carlos Fayt acompañaron el criterio del presidente del máximo tribunal, Ricardo Lorenzetti. Consideraron que Acevedo debía resarcir los daños y perjuicios que Canicoba “sufrió” a raíz de esas declaraciones que fueron “ofensivas para su dignidad personal y honor profesional”. Lorenzetti y compañía opinan que los jueces no deben quedar de ninguna manera “huérfanos de tutela judicial y expuestos al agravio impune”. “No puede exigirse a los magistrados que soporten estoicamente cualquier afrenta al honor sin que se les repare el daño injustamente sufrido”. Para los firmantes, la opinión de Acevedo es un delito. Sin embargo, el caso no recibió mayores comentarios de los que, cada día, afirman que en Argentina está en juego la libertad de expresión. Tampoco del gobierno, que hace rato no tiene diálogo con el ex gobernador pero suele vapulear a la Corte.

Los cuatro supremos consideraron que el término “detestable” supera los “límites de la tolerancia razonable a la crítica”. Para la Corte, la frase afectó la honorabilidad y desprestigió la carrera del juez. Sin embargo, fue Domingo Cavallo el que, en 1996, inmortalizó a Canicoba Corral como uno de los “jueces de la servilleta” en la que Carlos Corach anotó los nombres de los magistrados que respondían al gobierno de Menem.

El fallo contradice incluso la jurisprudencia de la propia Corte y habilita una nueva demanda que los abogados de Acevedo presentarán ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que ya condenó al Estado argentino por casos similares. El más reciente y emblemático es el del periodista Eduardo Kimel, de 2008. Kimel había investigado la masacre de San Patricio, en la que cuatro sacerdotes palotinos fueron asesinados por la dictadura militar. Pero fue el único condenado en esa historia por haber criticado la actuación del juez Guillermo Rivarola, que ya en democracia llegaría a camarista. La Corte Suprema menemista ratificó su condena en 1998. Después, el CELS patrocinó a Kimel ante la CIDH y logró una sentencia que es el precedente ineludible en el tema. Ahora, aunque en fallo dividido, la Corte que preside Lorenzetti acaba de emular a su antecesora.

Los argumentos son confusos y dejan al desnudo el costado corporativo de un sector de la Corte en el que -si se juzga por el fallo- conviven Lorenzetti y Zaffaroni. “No es determinante la mala intención, antes bien se trata del empleo de voces o alocuciones claramente denigrantes y fuera de lugar, cuya prohibición en nada resiente las condiciones que dan base a la amplia discusión sobre temas de interés público”, dicen. Además, consideran que “detestable” (que quiere decir “aborrecible”, “abominable”, “odioso”, “pésimo”, “reprobable”, “condenable”, “execrable”) es un insulto y difiere de las opiniones, críticas, ideas o juicios de valor. “No hay derecho al insulto, a la vejación gratuita e injustificada”, agregan. Los jueces se elevan así, una vez, por encima de los ciudadanos comunes y se atrincheran en privilegios que parecen insostenibles.

“¿Por qué razón resulta ‘claro’, como dice la Corte, que el término ‘detestable’ es un insulto? Francamente sorprende esta afirmación porque la propia decisión de la mayoría explica las distintas acepciones del término, entre ellas ‘pésimo’. Con esta explicación, ¿por qué decir que un juez es un pésimo juez deja de ser una opinión crítica para pasar a ser un insulto? A similar pregunta podemos llegar con varios de los adjetivos que dan significado al concepto ‘detestable’”, se pregunta Eduardo Bertoni, director del Centro de Estudios en Libertad de Expresión y Acceso a la Información (CELE) de la Facultad de Derecho de la Universidad de Palermo. Bertoni es de los que piensan que el fallo de la Corte puede exponer a la Argentina a una nueva condena por parte de la CIDH. Entre 2002 y 2005, fue relator especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Sorprende que sea uno de los pocos defensores de la libertad de expresión que se expresó sobre el tema. En su blog. 

En su apelación al fallo de primera instancia, los abogados de Acevedo consideraron que cercena la libertad de expresión porque el único límite que existe para la crítica de los funcionarios públicos es el insulto. El ex gobernador afirmó que se limitó a decir lo que pensaba y que era una obligación moral hacerlo. Ese fue el criterio que validaron la vicepresidenta de la Corte, Elena Highton de Nolasco, y los jueces Carmen Argibay y Enrique Petracchi cuando firmaron el fallo en disidencia. Allí, replicaron al menos dos párrafos de la sentencia de la CIDH de 2008 contra el Estado argentino, “Kimel, Eduardo vs República Argentina”:

“Las opiniones vertidas por el señor Kimel no pueden ser consideradas verdaderas ni falsas. Como tal, la opinión no puede ser objeto de sanción, más aún cuando se trata de un juicio de valor sobre un acto oficial de un funcionario público en el desempeño de su cargo”.

“En la arena del debate sobre temas de alto interés público, no sólo se protege la emisión de expresiones inofensivas o bien recibidas, sino también la de aquellas que chocan, irritan o inquietan a los funcionarios públicos o a un sector cualquiera de la población”.

Además, cita fallos de la propia Corte (“Campillay”, “Amarilla”, “Patitó”) entre los que destaca uno reciente, de octubre de 2012, “Quantin Norberto c/ Benedetti Jorge y otros sobre derechos personalísimos” en el que el ex fiscal había sido tildado de “nazi” y el máximo tribunal consideró que no se trataba de un insulto.

Por último, se contradice con un pronunciamiento de la propia Corte del 6 de agosto pasado, en el que revocó un fallo que condenaba al periodista Marcelo Britos por haber publicado una nota en su blog que definía como “siniestro” al subsecretario de Relaciones Institucionales de la UBA, Ariel Sujarchuk. Allí, Lorenzetti,Fayt y Maqueda se sumaron al criterio de Highton, Argibay y Petracchi en forma contundente. “Cuando ‘el sujeto pasivo de la deshonra’, Sujarchuk, es una persona pública por lo que existe un ‘estándar atenuado de responsabilidad’” (…) “las críticas efectuadas por medio de la prensa al desempeño de las funciones públicas (…) aun cuando se encuentren formuladas en tono agresivo, con vehemencia excesiva, con dureza o causticidad, apelando a expresiones irritantes ásperas u hostiles (…) no deben ser sancionadas”.

La lección del fallo de la Corte contra Acevedo es elocuente: por un lado, se trata de un tribunal que –surfeando en las contradicciones políticas del presente- hoy aparece eximido de rendir cuentas todos los días. Por el otro, genera una señal política bastante más preocupante: si opinar puede ser un delito -que obliga a afrontar una compensación económica para resarcirse- se convertirá en un privilegio de los que cuentan con el patrimonio que los respalde ante cualquiera que se presente como damnificado. En palabras de la disidencia, “la decisión apelada constituye una restricción indebida que desalienta el debate público de los temas de interés general”. Estimula, en cambio, la autocensura.

Finalmente, Highton, Argibay y Petracchi expresan una idea que la mayoría de la Corte invierte con su fallo: “En una sociedad democrática, los funcionarios públicos están más expuestos al escrutinio y a la crítica del pueblo”. Para Lorenzetti, Zaffaroni, Fayt y Maqueda, los funcionarios públicos -al menos los jueces- están mucho menos expuestos.