La demagogia de La Cámpora y los valores villeros

La Cámpora está impulsando un proyecto de ley para hacer del 7 de octubre el “Día Nacional de los Valores Villeros”. La fecha elegida coincide con el nacimiento del Padre Carlos Mujica, quién tuvo una militancia ejemplar en los barrios pobres – especialmente en la Villa 31 – y un rol fundamental dentro de lo que fue el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. La labor del Padre Mugica lo convirtió en una figura emblemática de las luchas por la equidad social. Recibió críticas desde distintos sectores políticos (incluido el movimiento de los Montoneros, en cuya gestación Mugica estuvo de alguna manera involucrado) y finalmente fue asesinado en el barrio de Villa Luro a la salida de una misa, al parecer – ya que nunca estuvo del todo claro – a manos de la Triple A.

El legado social y político de Mugica es sin duda alguna digno de reconocimiento. El proyecto de ley, sin embargo, invoca una serie de ambigüedades alrededor de los supuestos “valores villeros”, concepto extraño que desde La Cámpora quieren instalar.

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Linchamientos: síntomas de una enfermedad curable

La discusión pública sobre el delito y la inseguridad tiene ahora un nuevo concepto. El tema de los “linchamientos”, que está en boca de todos, debería ser un llamado de atención: el problema de la violencia en nuestras grandes ciudades está alcanzando proporciones alarmantes. Las actos de violencia espontáneos de ciudadanos contra delincuentes demuestran que la lógica de los segundos está empezando a infectar el comportamiento de los primeros. En otras palabras, la gente está sintiendo que su condición de víctima puede ser revertida por el mismo uso de la fuerza que emplean los criminales.

Estoy lejos de celebrar esto, aunque tampoco me tienta demasiado plegarme al coro de los que salen a condenar a rajatabla estas reacciones por el mero hecho de que van contra la ley (sobre lo último no caben dudas). ¿De qué ley hablamos cuando llegamos al punto en que el ciudadano entiende que reprimir al delincuente por mano propia es más viable y efectivo que recurrir a las vías formales que ofrece el Estado? Si, en definitiva, el que no se siente representado por sus leyes tarde o temprano deja de acatarlas. Cuando tengamos una sociedad de delincuentes, cuando todos hagamos lo que queramos, de nada les va a servir invocar las bondades de las leyes.

Afortunadamente aún no estamos ahí. Los casos de Rosario y Palermo pueden ser solamente dos síntomas esporádicos de una enfermedad todavía curable. Por eso, insisto, hay que pacificar a la sociedad y para ello hay que operar sobre los eslabones más débiles de nuestra cadena de derechos y deberes ciudadanos. Estos eslabones son las zonas de exclusión social, en otras palabras, de pobres. Las voces biempensantes insisten en decirnos que no hay que criminalizar a la pobreza cuando hacemos, discursivamente, esta asociación entre marginados sociales y delincuentes. No se dan cuenta de que son ellos los que criminalizan a los pobres, no discursivamente, sino en los hechos, al permitir que se sostenga su penosa situación de vida alimentando a la insaciable maquinaria del subsidio que, no solo no saca a los pobres de la pobreza sino que los acostumbra a vivir en ella, los amontona y los separa culturalmente del resto de la sociedad.

Por eso quiero recordarles que el Instituto de Políticas de Pacificación está buscando llevar ante la Legislatura Porteña un proyecto de ley para erradicar el delito de las villas y así poder integrarlas al resto de la ciudadanía. Queremos remover los tumores del delito organizado y empezar la recomposición del tejido social. Queremos que no haya más pibes que salgan a la calle re jugados. Queremos que no haya ciudadanos que se sientan también re jugados y maten a golpes a esos pibes. Queremos un Estado creíble y personas que crean en él.

Lo que tenemos de momento es una sociedad que se piensa y se vive en términos binarios: el drama de los ciudadanos contra los delincuentes es solo uno de tantos. Están los ricos contra los pobres, los opositores contra los oficialistas y tantos otros. El país se está desintegrando porque cada vez nos cuesta más identificarnos con el otro. Para que ello no ocurra debemos unificar nuestro modo de vivir, bajo las mismas reglas y con los mismos derechos. Todavía podemos curar esta enfermedad.