Ley de Pacificación: razones para participar

El Instituto de Políticas y Pacificación sigue juntando firmas para llevar ante la legislatura porteña la Ley de Pacificación de la Ciudad de Buenos Aires. Esta ley es importante por varias razones: En primer lugar porque es hasta la fecha la única propuesta concreta para terminar con el problema creciente de las villas y el narcotráfico. Como lo he dicho en varias ediciones de esta columna, las villas y asentamientos, que expresan la forma más precaria e informal de vida en las grandes ciudades, han ido ganando terreno en nuestra ciudad aceleradamente.

Donde no hay condiciones normales de vida se rompen los códigos de convivencia pacífica a los que aspira cualquier sociedad. En nuestro caso esas aspiraciones se han visto constantemente frustradas por la adicción de los gobiernos (tanto nacional como de la ciudad) a medidas de contención que deberían ser pasajeras pero que son dilatadas en el tiempo. Estoy hablando, por supuesto, de los subsidios, lo cual me lleva a la segunda razón por la cual es importante este proyecto de ley: es un camino para terminar con la cultura del subsidio. Frenando el subsidio a mansalva lograremos dos cosas importantes: en primer lugar una mejor administración de la economía pública y, en segundo lugar, revitalizar la cultura del trabajo que construyó a la clase media bonaerense.

Finalmente, la tercera razón de la importancia de este proyecto de ley radica en su condición de ser una iniciativa popular. La Constitución de la Ciudad de Buenos Aires contempla la posibilidad de que los ciudadanos (es decir, personas que no cumplen funciones legislativas) presenten proyectos de ley, siempre que estos reúnan una serie de requisitos. La Ley de Pacificación de la Ciudad de Buenos Aires está encaminada a conseguir el último requisito faltante: 40 mil firmas que representan al 1,5% del padrón. Hemos estado juntando firmas en distintos puntos de la Ciudad. Pueden enterarse de la ubicación de nuestras mesas entrando a nuestro sitio oficial: www.politicasdepacificacion.org.

No obstante, quiero invitar a todo aquel que se sienta representado por nuestro proyecto de ley a colaborar con el Instituto de Políticas de Pacificación ayudándonos a conseguir más firmas. Estamos buscando voluntarios y creemos que, siendo esta una iniciativa popular, éstos deben ser ciudadanos comunes motivados por el deseo de mejorar nuestra querida Ciudad de Buenos Aires de cara al futuro.

Por eso, dejáme hablarte directamente: solamente en los casi cinco meses que van del año oíste hablar de numerosas ocupaciones de espacios públicos (en Parque Indoamericano, en Villa Lugano, en el Obelisco), de nuevos subsidios que empeoran la situación, de un clima de violencia social creciente con linchamientos a delincuentes y de discrepancias entre las voces oficiales sobre lo que está pasando. Vos sabés que esto no da para más. Así que te pido que por favor nos ayudes con lo que puedas, ya sea acercándote a nuestras mesas a firmar o juntando firmas en tu barrio, en tu lugar de trabajo, en donde puedas. El Instituto de Políticas de Pacificación aceptará la colaboración de todos los que crean que la Ciudad de Buenos Aires se merece una vida mejor, sin violencia, sin delincuentes, sin subsidios, sin villas, con barrios.

La “avaricia” de nuestros abuelos

Hablemos del ahorro, que es el tema de la semana. Hace unos días, cuando escuché las desafortunadas palabras de Jorge Capitanich me puse a pensar mucho en mi abuelo. Él nació en Rusia a principios del siglo XX (se imaginarán lo que era Rusia en ese entonces). La suya era una familia numerosa, de muchos hermanos. Cuando llegó la Primera Guerra Mundial decidieron migrar a Norteamérica, pero resultó que a mi abuelo lo tuvieron que bajar del barco porque tenía una infección en el ojo. Era un pibe y lo desembarcaron, mientras su familia se iba. Eran otros tiempos.

Sí logró, más tarde, subirse a un barco que iba rumbo a Sudamérica pensando que eso lo dejaría cerca de su destino original. Descartó subirse en otra nave con rumbo a Canadá, también disponible, por ignorancia o vaya a saber qué. La cuestión es que ese “error” lo trajo a Buenos Aires. Y lo trajo, desde ya, sin un peso.

Trabajó de lo que pudo, ahorró, se casó, ahorró más. Con el tiempo compró una casa en la Paternal, a dos cuadras de la cancha de Argentinos y enfrente del edificio donde Maradona tendría, unos cuantos años más tarde, su primer departamento.

Mi abuelo tuvo cuatro hijos, tres de los cuales fueron universitarios. Siguió ahorrando durante toda su vida. Así juntó el dinero necesario para viajar y reencontrarse con sus hermanos de quienes se vio forzado a separarse cuando niño. Nunca tuvo mucho, siempre contó con lo justo y un poquito más. Ese poquito lo usaba para ahorrar, y ahorrando construyó de todo: una familia, una casa, prosperidad para sus hijos, un futuro.

Probablemente esta historia que les acabo de contar les suene muy familiar. Prueben reescribir en ella las diferencias con la de sus propios abuelos. Cambien Rusia por España o Italia, quizás, o incluso el interior del país; Primera Guerra por Segunda, u otro momento trágico de la historia; Paternal por la Boca o Boedo. La única cosa que muy probablemente no reescriban es esta palabrita que detonó, en la última semana, semejante cantidad de barbaridades: ahorro.

Tenemos un Jefe de Gabinete que dijo que el ahorro es avaricia. Después medio que intentó retractarse diciendo que no se trataba de cualquier ahorro. Claro, el suyo propio sí es bueno para el país.

Tenemos un Gobierno que anuncia que ahora sí se pueden comprar dólares, que quienes quieran hacerlo deben percibir un salario que duplique al mínimo. Ni hablemos de que duplicar al salario mínimo hoy no es ninguna señal de opulencia. Ahora resulta también que, en palabras de la Presidenta, quienes estén en condiciones de comprar dólares también están en condiciones de no recibir subsidios a los servicios básicos.

Capitanich y Cristina hablan de “ahorro” e “inversión” como si fuesen dos conceptos que le pesan igual a todos los argentinos. Invocan ambas ideas con la más manipuladora de las ambigüedades y nos dan una instrucción sencilla: invertir en el país. Señora, no se guarde la plata, invierta en el país. Señor, no compre dólares, invierta en el país. Si usted compra dólares, tan mal no le va, no necesita que le subvencionemos los servicios.

Tratar a todos como iguales es solo en abstracto una consigna noble. Hay que preguntarse: ¿iguales  a quién? El Gobierno le habla a los ciudadanos como si fuesen todos semejantes a esos temibles y grandes empresarios rurales y mediáticos de sus fabulaciones conspirativas. ¿En qué momento desaparecieron los laburantes, los padres que quieren un futuro para sus hijos, las pequeñas y medianas empresas que buscan abrirse un lugar en esta economía de la escasez? “¡En el momento en que dejan de invertir en su país!” respondería el mejor monologuista de La Cámpora, que al mismo tiempo canta alabanzas a los subsidios que este Gobierno insiste en darle a los que no trabajan ni van a trabajar de acá a unos años (hablo, por supuesto, del Plan Progresar, al cual nos referimos hace un par de semanas).

La ambigüedad de las declaraciones oficiales buscan vaciar a la Argentina, no de dinero, sino de realidad. Sin dinero aún podemos hacer grandes cosas por nuestro futuro, como hicieron nuestros abuelos. Sin realidad estamos absolutamente perdidos. El ahorro ha sido a lo largo de varias generaciones la forma privilegiada de poner la realidad de nuestro lado. El Gobierno insiste en pelearse con ella todos los días y quiere arrastrarnos a todos en esa pelea, que no puede ganar.