La geografía social de la nación experimentó este martes un formidable paro general: se trató de la más potente medida de fuerza realizada durante todo el ciclo kirchnerista. El centro reivindicativo de la protesta estuvo enfocado en el rechazo a la aplicación del impuesto a las ganancias sobre los salarios de trabajadores, eje que dio lugar a una falaz polémica que intentó enlodar al paro por parte de los voceros del oficialismo. Todo paro implica una disputa. Se trata de una de las expresiones de la lucha de clases más intensas, allí donde un sector social subalterno invierte el orden cotidiano y, para eso, se enfrenta a sus salvaguardadores: el Estado y sus patrones. Se trata de una disputa física y, también, discursiva.
El paro corre ciertos velos y pone al descubierto las desigualdades que encubre el concepto de la democracia. No es cierto que todos los ciudadanos tengamos el mismo rango ya que la base íntima del orden actual es la desigualdad. El Estado y sus leyes responden a los intereses del grupo social dominante y contra esa perversión sistémica es que el paro actúa como resguardo de derechos y como promotor de avances en las condiciones de existencia de los sectores subordinados. El paro es la decisión colectiva de esa defensa y de ese avance. Los trabajadores organizan el uso de la fuerza en una así llamada medida de fuerza para que su decisión se cumpla en medio de condiciones sistémicas desfavorables.
Aluar, Acindar, Fate, las grandes fábricas gráficas, seccionales enteras de la UOM, el cordón industrial de San Lorenzo en Santa Fe, los trabajadores aceiteros, los trabajadores del subte, papeleros, los profesores universitarios, los obreros de la alimentación se sumaron a la proposición inicial de los trabajadores del transporte que propusieron paralizar el país en defensa de sus salarios y derechos, a los camioneros, conductores de colectivos, aeronavegantes y portuarios. Más de diez millones de trabajadores en la Argentina realizaron la medida de fuerza y un sector de estos trabajadores construyó los piquetes del paro general.
La convocatoria del paro fue realizada por burócratas sindicales como Hugo Moyano, Luis Barrionuevo e incluso el Momo Venegas. Sin embargo, el paro fue de toda la clase obrera. Sólo así se puede caracterizar la gran adhesión concitada, sobre todo en sectores no pertenecientes a los gremios que convocaban a la huelga. No se trata solamente de la lucha contra el impuesto a las ganancias, sino del impulso multitudinario a la reversión de un estado de precarización, trabajo en negro, tercerización y salarios de hambre que forman la actualidad de la clase trabajadora argentina. Cifras oficiales del dudoso INDEC señalan que el 34 por ciento de la población laboral trabaja en negro -y si se le suman tercerizados y monotributistas se llega al 50 por ciento-. La misma mitad de la Argentina que gana menos de cinco mil pesos de salario. Un estado de cosas imposible de soportar.
La argucia falaz de los kirchneristas consistía en decir: “Paran por los sectores privilegiados, por los que más ganan y no por los que ganan cinco mil pesos, por los que no tienen trabajo, por los receptores de planes sociales, por el pueblo pobre”. Su discurso ponía al descubierto el fracaso de la década kirchnerista y, en su cinismo, querían usar ese fracaso para atacar el justo reclamo de que no se graven los salarios de los trabajadores, a la vez que encubrían la inacción del sindicalismo kirchnerista, convertido en un vergonzoso felpudo del poder. El “impuesto a las ganancias” fue impuesto para evitar el fraude impositivo de empresarios que se hacían pasar por trabajadores con salarios descomunales. Hoy, kirchnerismo mediante, lo pagan incluso los docentes, los colectiveros, un obrero gráfico que hace horas extras. Que estos sectores lo paguen es consecuencia de una inequidad que caracteriza como ganancia al salario. Una injusticia propia de los conservadores históricos.
Igual de conservadores fueron los dichos de la presidenta Cristina Fernández en respuesta de este escenario. “Hacen un paro porque tal vez tengan que dar un poquito de su sueldo para otros compañeros, jubilados, para hacer redes cloacales. Como dijo Evita, le tengo más miedo al frío de los corazones de los compañeros que se olvidan de dónde vinieron, que al de los oligarcas”. De un plumazo, los docentes, colectiveros y gráficos que pagan el impuesto a las ganancias no sólo debían contribuir con sus salarios a compensar las falencias del Estado -en lugar de arrancárselas al capital financiero o a Chevron- sino que además esos trabajadores se convertían por hacer paro en seres peores que los oligarcas. Frente al descomunal éxito del paro general, la presidenta Fernández ofrecíó una muestra sideral de cinismo.