El pasado 5 de Abril, Claudio Sapelli, Director del Instituto de Economía y Profesor Titular de la Universidad Católica de Chile, publicó una interesante nota en La Tercera, el periódico de mayor tiraje del país vecino. En la misma postulaba que “algo está mal en el análisis cuando un país que va ganando terreno en la educación, como Chile, pretende adoptar el sistema del país que lo está perdiendo, Uruguay”.
Al fin y al cabo, hace 20 años quién hubiese pensado que hoy el sistema educativo chileno, con todos sus problemas y defectos, se convertiría en el mejor de América latina, tanto en términos de calidad, como lo demuestran los resultados alcanzados en los exámenes PISA; como de cantidad, al tener las más altas tasas de graduación de la escuela secundaria entre los países de la región. Es claro que en Chile algo se debe haber hecho bien para haberse convertido, como bien señala Sapelli, en el segundo país del mundo que en los últimos años registró un mayor progreso en términos de calidad educativa.
Uruguay es un país considerablemente más equitativo que Chile, si es a la distribución del ingreso a lo que nos referimos, pero he aquí lo que muy pocas veces es reconocido: el sistema educativo chileno es claramente más equitativo que el uruguayo pues logra revertir una foto de mayor desigualdad en los ingresos de los padres en otra de menor desigualdad en la educación de sus hijos, evaluándola en función de los resultados de los exámenes PISA.
Aparentemente resulta fácil de olvidar que Chile ha sido uno de los pocos países de la región que en los últimos 20 años ha logrado reducir la brecha educativa entre el 20% más rico y el 20% más pobre de la población. Qué mejor ilustración de este hecho que el reporte en 2007 del Consejo Asesor para el Trabajo y la Equidad de la misma presidenta Michelle Bachelet, el cual señalaba que de los 500.000 estudiantes que se encontraban matriculados en Universidades chilenas, 7 de cada 10 eran los primeros miembros de su familia en acceder a ese nivel de educación.
Por ello resulta lícito preguntarnos que si Chile ha hecho semejante progreso en el terreno educativo, ¿por qué existe tanto descontento interno, tantas demandas de un cambio radical? En palabras de Sapelli: “Algo curioso de la actual cruzada refundacional es que pretendería cambiar al sistema chileno por uno que se pareciera mucho más al uruguayo; un sistema en que los establecimientos educacionales que reciben dinero público no reciben dinero privado y los que reciben dinero privado no reciben dinero público”.
Probablemente la respuesta más razonable nos la provea el galardonado escritor chileno Jorge Edwards, Premio Cervantes de Literatura, quien años atrás, frente a las manifestaciones estudiantiles contra el gobierno del por entonces Presidente Sebastián Piñera, señaló en una nota en el periódico español El País que “los estudiantes chilenos hablan de treinta años de retroceso en el país y proponen un cambio equivalente a una revolución. Tienen motivos para estar descontentos, pero usan ese lenguaje del todo o nada que parece nuevo, y que sin embargo se repite de generación en generación” y agregó: “El problema consiste en que las mejoras duraderas que están a nuestro alcance se construyen con paciencia, con razones en lugar de retórica. Sin borrarlo todo y partir de cero, sin creer en los paraísos en la tierra, que suelen desembocar en infiernos”.
En los países del primer mundo un gobierno construye a partir de donde culminó el anterior; por supuesto, diferenciándose de su predecesor, realizando cambios, por ejemplo, de políticas educativas, pero no afirmando que absolutamente todo lo realizado está mal y que el rol de su gobierno será retrotraerlo a fojas cero. La realidad educativa chilena parece ser mejor descripta por Edwards.
Ojalá no termine siendo este el caso, de ser así me atrevo a predecir que expresiones como la década perdida en el terreno educativo dejarán de ser apropiadas tan sólo para describir nuestra propia realidad, sino que podrían llegar a aplicarse al país vecino. Sólo el futuro nos dará la respuesta. Ese es el problema usual de políticas de largo plazo como la educativa, donde los resultados de las mismas usualmente se perciben cuando aquellos que las llevaron a cabo ya no se encuentran en el gobierno.