Un análisis de días atrás de S&P señalaba que el año 2015 podía lucir en lo económico mejor que el 2016. No tomamos a S&P como cátedra, pero el comentario no deja de ser útil, ligado a un “juego de estrategia” que bascula entre el 2015 y lo que puede venir después. Lo caracterizamos diciendo que interactuamos entre el síndrome del Plan Primavera (1988) y lo que llamamos el efecto de la buenaventura futura.
Al aludir a aquel síndrome, no negamos diferencias de situación, ni nos centramos en los detalles y en el resultado. La analogía reside en el desafío operante: cómo defender en lo económico –que está en un curso muy flojo-, ante comicios cercanos, una determinada continuidad política. Fácil de definir en 1988; menos, ahora. La apuesta de continuidad exige armar un “producto”, propio de una transición corta, más presentable que la experiencia reciente, pero, sin pretender corregir a fondo los gruesos desalineamientos en danza.
Véase que hoy las autoridades esbozan la posibilidad de una inflación algo más baja en 2015, buscando anclas al efecto (que, claro, no pasan por lo fiscal-monetario), y de una demanda doméstica más tonificada. Por cierto, esto debería empalmar sí o sí con una respuesta consistente en materia de divisas en el año, algo aun en barbecho. Se percibe que se busca erigir un tinglado macro que, aunque apoyado sobre bases limitadas, permita mostrar una faz más airosa que la de 2014.
Lo curioso es que una visión muy optimista sobre el futuro a partir de 2016 puede ayudar a la estrategia de transición. Es el efecto de la buenaventura futura, que enfocamos en un paper titulado “La Argentina del Futuro:¿”Edén” y Enfermedad Holandesa?”. Tal visión, no exenta de toques de chamanismo, aludiría a una pronta -y casi indolora- corrección de los desvíos que carga la economía. Pudiendo disparar una modalidad retráctil de aquel efecto, beneficiando el margen de maniobra presente. Tanto más crecía esta imagen a mitad del 2014, hasta que el abominable fallo del juez Griesa escupió el asado.
Entonces, ¿ahora qué? Pues, cuaja la interacción arriba citada. Por un lado, sabiendo de los límites del plan de transición, habrá que ver si, por lo menos, inspira una convicción básica para respaldar su sostenibilidad. En su defecto puede apurar una instancia crítica, capaz de precipitarse a pleno sobre la nueva administración.
Pero, a su vez, perdurando y funcionado hasta cierto punto dicho plan -por más que ello no signifique resolver desequilibrios de fondo, e incluyendo expectativas que pueden tomar nota de esto en determinado momento-, cabría un eventual contraste entre un año 2015 relativamente digerible en la epidermis, y un 2016, ya con una nueva administración, donde el imaginario optimista debe empezar por la ordalía de un paquete de ajuste de tono no trivial.
Alguien llamaría a esto una paradoja: el 2015, vía un esquema de transición –síndrome del Plan Primavera-, no centrado en atacar los desvíos sustantivos, presentaría una imagen genéricamente más llevadera que la hirsuta del 2016, donde el ajuste puede imponerse a modo de primer paso, justamente, para encarar esos desvíos. El comentario de S&P alude a algo de esto. Quizás, no debamos echar en saco roto la posibilidad de estas paradojas en el bienio.