Dije el domingo 18 de julio del año 2004 (se cumplirán 11 años) en el Club Hebraica de la ciudad de Caracas que hacía mucho, mucho tiempo, una de mis columnas de opinión del Miami Herald, periódico donde escribía para ese momento, llevó por título ¿Dónde están esas voces clementes? Una pregunta hecha a nadie en particular. Una pregunta hecha a un mundo cómplice, a un mundo con una moral tan pero tan sui generis, que pide paz desde países exportadores de violencia, que condena acciones contra terroristas, y que clasifica la muerte y el dolor de acuerdo a sus simpatías con los verdugos.
Me convocaron para decir, yo, una mujer venezolana, una periodista venezolana, que sentía –y sigue sintiendo- vergüenza ajena, la vergüenza de quien espera justicia y no la encuentra, de quien espera equidad y no la ve, de quien tiene el deber de suponer que la muerte como lenguaje político, que la muerte como ideología debe ser rechazada, debe ser perseguida, debe ser execrada. Que decir que Dios es un asesino es blasfemia de los santones que lo usan y matan en su nombre. Continuar leyendo