Zumban las balas en la tarde última. Hay viento y hay cenizas en el viento, se dispersan el día y la batalla deforme, y la victoria es de los otros. Vencen los bárbaros …” Jorge Luis Borges
La muerte de Alberto Nisman se ha transformado, como correspondía, en la peor tormenta política de la Argentina desde la voladura del arsenal de Río Tercero -amén de actualizar la propia investigación del atentado a la AMIA- y, obviamente, el enorme costo está cargado en la cuenta de Cristina Fernández de Kirchner. La opinión pública, que considera que fue asesinado (70%) y atribuye la responsabilidad al Gobierno (57%), y descree absolutamente de los dichos oficiales, sólo se pregunta cuándo se la obligará a efectuar el pago.
Este asesinato recuerda, sin lugar a dudas pero con enorme preocupación, el de José Calvo Sotelo. En una sociedad tan brutalmente fracturada como la nuestra hoy, soportó el mismo acoso que el Fiscal y había dicho en las Corte de los Diputados española, luego de las reiteradas amenazas contra su vida, “yo tengo las espaldas anchas”. Horas más tarde, el 13 de julio de 1936, apareció su cadáver y sólo cinco días después estalló la Guerra Civil, que costó un millón de muertos.
El servicio secreto iraní, uno de los más eficaces que se conocen, tuvo en la mira a Nisman durante años; sin embargo, nada le sucedió y continuó trabajando en la persecución a los autores materiales e intelectuales del atentado a la AMIA. Cuatro días después de imputar a la Presidente de la República la responsabilidad de organizar y encabezar una asociación ilícita para exculpar a los terroristas y altos funcionarios de Irán y de traición a la Patria, apareció muerto por un disparo en la cabeza.
El atroz asesinato del Fiscal está cumpliendo, en la memoria colectiva, un papel que favorece al Gobierno; estamos olvidado lo principal, es decir, su monumental denuncia contra Cristina y su entorno, a quienes acusó de entregar la investigación del atentado a la AMIA a los terroristas iraníes responsables de su comisión; esto convierte en prioritaria esa causa e impone al Juez Lijo la obligación de acelerar su investigación y la difusión de las grabaciones que la sustentan.
También ha conseguido esconder la denuncia formulada por Fiscal General ante la Cámara Federal en lo Criminal y Correccional contra la Presidente por dar encubrimiento y protección a Lázaro Báez en la causa por el lavado de dinero en los hoteles de Cristina y sus hijos.
El Gobierno no tiene forma de evitar que la responsabilidad recaiga sobre él, sea por la directa autoría del crimen, sea por la ineficacia en su custodia. Porque, pese a sus enormes esfuerzos, el oficialismo no consiguió “vender”, siquiera artesanalmente, su hipótesis original del suicidio por la vergüenza que hubiera debido soportar por lo endeble de sus acusaciones, ni tampoco la de la inducción al mismo por fuerzas irresistibles; el jueves, la Presidente debió girar en el aire -como lo hizo en el caso de Francisco- y confesar que se trató de un asesinato, que atribuyó a otro complot en su contra, pero sin cumplir su deber de denunciar el ilícito ante la Justicia. Aún así, ningún funcionario, ella incluida, se privó de denostar a Nisman y de intentar cubrirlo con un manto de sospechas de todo tipo; se llegó al patético extremo de vincular la muerte con una tapa de Clarín que había reflejado las masivas manifestaciones en Francia por el atentado de Charlie Hebdo.
La prueba mayor del knock-out que sufrió el Gobierno fue la apresurada convocatoria a todos los monjes tibetanos que militan en el ¿Frente para la Qué? el mismo jueves a la sede del Partido Justicialista donde, compelidos por sus exhaustas cajas provinciales y sindicales, se vieron obligados a suscribir un patético documento para acusar de la gran conspiración a los medios no oficialistas y transformarse así, literalmente y en virtud de la proximidad de muchas elecciones locales, en bonzos. A partir de hoy, ninguno de esos actuales mandatarios podrá aspirar a una reelección, salvo quizás en los feudos del norte, que no “pesan” en votos para la gran contienda nacional.
Es que hay demasiados cabos sueltos, y demasiadas explicaciones oficiales y judiciales que no cierran. Hasta el domingo pasado, Nisman debió haber sido el ciudadano mejor protegido de la Argentina, toda vez que sus imputaciones a la Presidente y su anunciada presentación ante el Congreso, lo constituyeron en el principal blanco móvil. Sin embargo, los diez hombres asignados a su custodia no bastaron para evitar el desenlace final: ¿impotencia, complicidad o sólo torpeza?
Las preguntas, aún hoy, siguen siendo muchas, en especial después de las declaraciones de Parrilli, nuevo jefe de la SI, y Berni, el locuaz secretario de Seguridad, transformadas en sólo veinticuatro horas en mentiras flagrantes por un espía, un piquetero y el cerrajero convocado. De todas maneras, ¿resultaba creíble que la madre se hubiera sentado durante más de una hora en una cama, ignorando si su hijo vivía o había muerto en el baño tan cercano?; si Nisman pensaba suicidarse en horas, ¿para qué habría de dejar una nota a su mucama con la lista de compras que debía efectuar al día siguiente?; ¿por qué habría utilizado una pistola de un calibre tan pequeño, cuyo disparo es más apto para causar ceguera o incapacidad que muerte? Algo huele a demasiado podrido en Puerto Madero.
Tanta ha sido la repercusión del caso en todo el mundo, y tal el desprestigio de nuestra Justicia, que ya ha sido reclamado en varios parlamentos extranjeros el reclamo para que se forme una comisión internacional para la investigación del magnicidio.
Un dato muy triste y relevante posterior a la muerte de Nisman es la nuevamente comprobada falta de reacción de nuestra sociedad; ni siquiera este magnicidio, que más del 70% de los argentinos atribuye al Poder Ejecutivo, logró que las calles y plazas del país aparecieran abarrotadas por miles de ciudadanos, como sí había sucedido en las manifestaciones de 2013. ¿Desinterés, hartazgo o miedo?
La Argentina se encuentra en uno de esos raros momentos que se transforman en encrucijadas de la historia. En los próximos días sabremos si contamos con los estadistas que la hora requiere o si quienes se visten de opositores al kirchnerismo sólo son más de lo mismo. Porque la única forma de evitar un terrible desenlace es que, de una buena vez, se unan para ofrecer una alternativa republicana a la decadencia y al desmadre generalizados que hoy impera en el país.
Si no lo hacen, si no están dispuestos a ceder sus personalismos para tomar conjuntamente el timón en medio del naufragio, la sociedad entera firmará los versos finales del poema de Borges: “Ya el primer golpe, ya el duro hierro que me raja el pecho, el íntimo cuchillo en la garganta”.