No criminalizar, pero no legalizar

La recurrente propuesta de despenalizar la tenencia de drogas para consumo personal ha vuelto a instalarse, una vez más, en la opinión pública argentina. Luego del precedente sentado en el 2009 por la Corte Suprema de Justicia (fallo “Arriola”), y aún con el viento de cola de las medidas rupturistas adoptadas por Uruguay con relación a la marihuana, todo vuelve a girar en torno a la no criminalización de los usuarios de sustancias, la presunta afectación de la privacidad que provoca la prohibición, y la necesidad de no dilapidar esfuerzos y reorientar la represión hacia los principales eslabones del crimen organizado.

Si seguimos sosteniendo que el adicto es un enfermo y que no debe ser tratado como un delincuente, no parece del todo razonable que el delito de tener drogas para consumo personal sea castigado con pena de prisión. Mismo, si el uso se realiza en el ámbito íntimo de la persona, y sin ocasionar peligro o daño para terceros, de acuerdo con el artículo 19 de la Constitución Nacional y toda la extensa (y zigzagueante) jurisprudencia al respecto.

Pero si es el derecho penal el que asegura al ciudadano que sólo la conducta descripta como delito será reprochable y pasible de pena, -entendiendo como delito aquel comportamiento que una sociedad considera altamente disvalioso para la convivencia-, y que si todo lo que no se encuentra prohibido está permitido, el problema de las drogas y del narcotráfico se nos presenta siempre como una verdadera disyuntiva.

¿El consumo de sustancias psicoactivas, legales o ilegales, no representa una conducta socialmente disvaliosa que debe ser reprochada, en cuanto conlleva implícita una peligrosidad sobre la salud y la seguridad pública?

Este inagotable dilema jurídico entre lo concreto y lo abstracto, cuya validez es motivo de extensa discusión por parte de los doctos constitucionalistas, nos aparta de algunas cuestiones de fondo que hacen a la multidimensionalidad que requiere el abordaje del fenómeno. Frente a los supuestos ideológicos progresistas que colocan al derecho individual por sobre el bienestar colectivo, resulta necesario simplificar la discusión desde el más llano sentido común. Cualquier política pública que no contribuya a reducir el consumo de drogas y la disponibilidad de las mismas, o bien aumente la tolerancia social y autoexcluya al Estado de tutelar la salud de sus ciudadanos, es ciertamente inaceptable. El alto rechazo a este tipo de iniciativas así lo demuestra desde siempre.

También desde el sentido común, la noción de daño social suele brillar por su ausencia en la argumentación abolicionista. La influencia de las drogas (prohibidas y permitidas) en los hechos delictivos, el agravamiento de los casos de violencia familiar y de género, los repetidos accidentes fatales producto de la conducción de vehículos bajo efectos de sustancias psicoactivas, constituyen irrefutables ejemplos de afectación a terceros. Vicios privados, daños públicos (en algunos casos, irreparables).

Existe cierto consenso entre quienes estudiamos el fenómeno de las drogas de que la ley actual parece haber depositado un énfasis excesivo en el reproche penal como único vehículo para lidiar con el fenómeno. No obstante, muchos desconocen que la imposición de una pena en suspenso como forma de forzar una medida curativa a un individuo que, producto del abuso de drogas, ha perdido su autodeterminación, es la principal herramienta socio-sanitaria presente en la actual ley 23.737 (al mismo tiempo que constituye uno de sus principales e históricos cuestionamientos).

Si bien es cierto que la mejor forma de asegurar el éxito de un tratamiento es que el mismo comience por la propia voluntad del enfermo, no menos cierto es que en determinadas situaciones no es factible lograr tal voluntariedad. En cualquier adicción ya no existe la plena libertad de la persona. El fin querido por el legislador al momento de reprochar la tenencia de drogas en la 23.737 fue justamente poder acceder al ámbito privado del adicto, para brindarle asistencia y contención, sin violentar el artículo 19 de la Constitución Nacional. Por ello, no resultaría adecuado derogar las medidas de seguridad previstas en los artículos 14 al 22 de la ley vigente (a pesar de su escasa aplicación, especialmente la educativa).

Desde una tercera posición, una propuesta superadora del actual marco jurídico debe encontrar un justo balance entre el respeto por los derechos individuales y el resguardo de lo colectivo. En este sentido, entiendo que la tenencia de drogas debe seguir siendo reprochada como conducta socialmente disvaliosa, más no criminalizada. El reproche penal puede ser reemplazado por una sanción administrativa, con diversas etapas, instancias y grados de cumplimiento, según la gravedad de la infracción cometida, según posibles reincidencias, partiendo del modelo de cantidades umbral (en oposición al sistema flexible/discrecional propiciado en el borrador de reforma del nuevo Código Penal Argentino).

También resulta de particular interés estudiar la factibilidad de los Tribunales de Tratamiento de Drogas como alternativa al encarcelamiento de infractores a las leyes penales con problemas de adicción. Este modelo fue implementado como prueba piloto en 2013 en la provincia de Salta, con apoyo de la Comisión Interamericana para el Control del Abuso de Drogas (CICAD-OEA).

Pensemos en nuevos procesos administrativos por fuera del sistema de derecho penal. Advertencias, multas, suspensiones, imposición de servicios comunitarios, probations, medidas educativas, e incluso el tratamiento compulsivo bajo la figura prevista en el artículo 482 del Código Civil Argentino, pueden ser algunas de las medidas supletorias a la pena de prisión. Incluso, de una forma más concreta y más realista, no resulta descabellado pensar que se lograría fortalecer la actual figura disuasiva presente en la 23.737.

En lo que respecta a la lucha contra el narcotráfico y la reducción de la oferta de sustancias, la reconfiguración de la proporcionalidad de las penas obliga a castigar con mayor severidad y dureza el delito de comercialización de estupefacientes, el blanqueo de divisas y el desvío de precursores químicos. Así, para el adicto, contención y tratamiento. Para el dealer y el narco, toda la dureza de la ley, con prisión de cumplimento efectivo y sin posibilidad de reducción de condena.

En estos debates tan polarizados, a menudo extraviamos el norte en medio de la discusión de qué hacer con el consumidor o el drogadependiente y su “legítimo” derecho al autodaño. Cuáles son los derechos que lo asisten como consecuencia de ese acto tan “libre” y tan “individual” que originó la adicción, pero que a la vez conlleva implícito un impacto sobre el entorno, la sociedad y lo colectivo.

En el medio de esta tensión entre el “yo” y el “nosotros”, la respuesta pública frente al problema de las drogas debe partir de una articulación inteligente entre política pública, marco legislativo, compromiso judicial, comunicación eficaz y responsabilidad social compartida.

Toda ley es perfectible. Estamos en presencia de un debate que como sociedad hace tiempo nos merecemos dar, pero que de ninguna manera puede restringirse a una mera exposición de supuestos ideológicos. Mucho menos, sucumbir a la monopolización de la verdad por parte de un reducido grupo de bien intencionados pensadores, con mucha teoría de escritorio y poco territorio a cuestas.

Sobre las bases de la evidencia científica y el saber empírico acumulado, una nueva legislación de drogas debería sustentarse en la solidaridad, la inclusión social, la conexión con el prójimo, la imposición de límites como acto de amor (no de autoritarismo), y la explícita afirmación de un militar inclaudicable por la salud y por la vida.

La prevención como primera herramienta, un refuerzo de la perspectiva socio-sanitaria, la incorporación de la seguridad pública como bien a tutelar y el compromiso político de librar una cruzada implacable contra el narcotráfico y sus delitos conexos, son un par de ideas fuerza que, frente a los mismos anacronismos de siempre, alentarían a refrescar nuestra mirada.

No criminalizar. No banalizar. No legalizar. Punto (de partida).