Con apenas semanas de diferencia, dos hechos de extrema violencia, dos casos con un común denominador, vuelven a traer a escena un debate sumamente molesto para cierto sector de pensamiento: el uso de drogas y el concepto de daños a terceros.
Mendoza. Un joven con antecedentes psicóticos, adicto y policonsumidor de sustancias, irrumpe en la sede de la municipalidad de San Carlos y asesina a puñaladas a María Paula Giglio Alvarez (33 años), quien permanecía en una fila a la espera para realizar un trámite. La noche anterior el joven había soñado con el diablo, y se había despertado con ganas de matar a alguien.
Entre Ríos. Un conductor en estado de ebriedad y bajo los efectos de la cocaína, manejando a más de 134 kilómetros por hora, viola normas de tránsito, embiste varios autos estacionados, y termina con la vida de Juan Manuel Martínez Surbano (6 años), quien llegaba a la escuela junto a su hermano.
Resultaría imprudente relativizar el impacto del uso indebido de drogas sobre la sociedad en su conjunto, sabiendo que la nómina de víctimas indirectas es sumamente extensa. Infinidad de centenares de otros tantos episodios que no cobran notoriedad pública, que no son tapa de ningún diario ni aparecen en los noticieros, pero que son tan crueles e injustos como lo sucedido en Paraná o en San Carlos.
Esta recopilación de sucesos de ningún modo pretende estigmatizar al adicto, que en definitiva es un enfermo que sufre, necesita apoyo, ayuda y contención. El debate, en todo caso, atraviesa transversalmente el cómo brindar esa asistencia, en cómo acceder a esas personas que usan drogas en pleno uso de sus propias libertades, antes de que su patrón de consumo inhabilite su libre albedrío, distorsione su poder de decidir responsablemente, y los convierta en individuos peligrosos para sí mismos o para terceros.
En este contexto, la ley Nacional Nº 26.657 de Salud Mental, norma que indudablemente vio la luz con la mejor de las buenas intenciones pero que falló en el diagnóstico por falta de militancia previa, se erige como una traba para la comprensión integral del fenómeno de las adicciones. Su principal virtud es haber ampliado la base de derechos de los pacientes. Su principal falencia es confundir el derecho a la libertad con el derecho a la salud, y menospreciar el acto de amor que implica una oportuna intervención terapéutica en todo caso que, por efecto de las drogas, el individuo paradójicamente ha perdido su autonomía y su libertad.
Este último concepto queda en evidencia al haberse suplantado el viejo criterio de internación, que obedecía a la noción de peligrosidad para sí o para terceros (o afectación de la tranquilidad pública), por la de “constatación de riesgos cierto o inminente”. ¿Cómo poder determinar la certeza de un riesgo en el marco de un fenómeno interdisciplinar tan cambiante, tan inestable, tan multifacético?
Al margen, no es mi intención apelar a moralismos para objetar el hipotético “derecho” al autodaño. Empíricamente no es posible determinar cuando comienza el efecto dominó de una causa- consecuencia. Pero desde la ciencia sí se sabe que la adicción es comparable a un mecanismo llave-cerradura, que habilita al individuo a manejar el uso de sustancias y controlar el placer del aprendizaje por recompensa hasta el punto exacto en el cual la cerradura cede, la puerta se abre, y ya no existe control posible sobre lo que antes se creía controlado.
Sufre mucho el que consume. Sufre el núcleo cercano del adicto. Entre tanto dolor y sufrimiento, entre los cantos de sirenas de la banalización legalizadora y el conservadurismo prohibicionista que sólo exige pena y prisión, es imperativo construir un consenso acerca de que todo uso de drogas (legales e ilegales) conlleva un riesgo, y que representa una conducta socialmente disvaliosa que debe seguir siendo reprochada severamente, más no desproporcionadamente.
¿Cómo? En virtud de constituir un delito de peligro abstracto, manteniendo una sanción que objete la tenencia de drogas ilegales acorde a la conducta que la motiva, y que permita contar con herramientas que faciliten un abordaje socio-sanitario. Por el otro, aumentando los impuestos a las drogas legales para elevar significativamente su precio de venta, complementado con un férreo control y fuertes multas al expendio a menores de 18 años, y modificando el criterio de punibilidad de las acciones que se cometen bajo los efectos del alcohol.
Predominan las opiniones de quiénes defenestran la denominada “guerra a las drogas” debido a los costos y daños colaterales que ha generado su aplicación a lo largo del tiempo. En una contienda similar, pero cuyo escenario es el difuso límite entre lo privado y lo público, el daño colateral del uso y abuso de drogas también se cobra víctimas inocentes.
En el terreno de las adicciones debemos dejar de guiarnos por objetivos vagos e imprecisos, y comenzar a operar con genuinos conceptos que no se vean entorpecidos por eslóganes, ideologías y escondidos intereses. La tensión entre el derecho individual y el derecho colectivo es evidente, desde siempre. El fallo Arriola de la Corte Suprema de 2009 y el marco normativo aún vigente así lo evidencian.
La cuestión radica entonces en cómo abordar de forma equilibrada un fenómeno que nace como acto privado, íntimo y personal, pero cuyas consecuencias son indiscutiblemente públicas, sociales y comunes a todos. Si la patria es el otro, el concepto de responsabilidad compartida y el amor por el prójimo deben surgir como puntos de inicio para la búsqueda de consensos.