Por una estrategia nacional contra la oferta y la demanda

En un escenario de creciente tensión social que nos remonta a los tiempos de Hammurabi, a la Ley del Talión, o a la escenificación literaria narrada en Fuenteovejuna, resulta nocivo detenerse en atizar un debate yermo sobre si el delito debe abordarse desde la represión o desde la inclusión. Al menos en lo que respecta al tema drogas, una estrategia nacional contra la narco-criminalidad no puede ignorar la necesidad de desactivar tanto la oferta de drogas como también la demanda de las mismas, desde un abordaje general que contemple ambas aristas.

Indudablemente, al igual que en la definición de políticas públicas sobre seguridad, la visión más difundida de la lucha contra el problema mundial de las drogas enfatiza su eje sobre lo restrictivo: el combate contra los cultivos, los laboratorios, la producción y la comercialización de drogas, el monitoreo de los denominados precursores químicos y el control del lavado de activos, entre otros. Este enfoque de reducción de la oferta tiene una importancia trascendental. Primero, porque en la medida de que existan incentivos materiales y posibilidades operativas, sumadas al inagotable poder de corrupción del crimen organizado, las complicidades y connivencias, la oferta de estupefacientes seguirá siempre activa. En segundo lugar, porque el narcotráfico tiene la astucia de diversificar permanentemente su logística, sus redes, sus nichos de comercialización, y de reinvertir las utilidades ilícitas en actividades lícitas como forma de blanqueo. Tercero, y no menor, porque la oferta construye y moldea permanentemente su propia demanda, su mercado esclavo.

Pero en paralelo, y en igualdad de jerarquía, los niveles de consumo de drogas, la baja percepción del riesgo, la baja en las edades de inicio y la creciente tolerancia social al uso de ciertas sustancias han contribuido a instalar un imaginario de permisividad que deben ser incorporados al debate. La sociedad ha comenzado a acostumbrarse a ciertos hábitos que no debería tolerar ni aceptar, porque condicionan su futuro y conducen a su autodestrucción. Conductas socialmente disvaliosas que ya no son objeto de reproche, ni censuras, ni cuestionamientos.

Así, el imaginario social de la banalización se refleja en la evidencia empírica de las estadísticas. En el año 2001, la prevalencia de año en el consumo de alcohol entre los estudiantes de nivel medio rondaba el 61,4%. La última medición del 2011 osciló en el orden del 63,3%. La tasa es alta, pero el consumo se mantiene estable. Lo peligroso es que sí se ha modificado la forma de beber: casi dos tercios de esos jóvenes que consumen alcohol reconoce haber ingerido cinco tragos o más en una misma ocasión. Peligrosos excesos para cerebros en plena formación.

Con respecto a la marihuana, del 3,5% de quienes afirmaban haber consumido alguna vez durante el último año (2001) pasamos a una tendencia en constante alza hasta llegar, diez años después, a que uno de cada diez adolescentes haya probado esta sustancia psicoactiva.  Transitivamente, el imaginario social de la banalización también impacta en potenciales futuras dependencias. Según el último relevamiento de historias clínicas de los pacientes atendidos en la Red de Servicios Públicos de la Subsecretaría de Atención a las Adicciones bonaerense, la marihuana y el alcohol, sumados, constituyen la sustancia de inicio del consumo de drogas en el 73% de los casos. La marihuana es motivo de tratamiento en uno de cada cuatro pacientes. Con el alcohol se da la misma relación.

Sin pretender establecer un nexo directo entre sustancias psicoactivas y delito, cuando la droga actúa como un catalizador para la actividad ilícita es el mismo imaginario social que banaliza el consumo de sustancias el que termina sustentando la inseguridad. De acuerdo con el “Estudio nacional sobre consumo de sustancias psicoactivas y su relación con la comisión de delitos en población privada de libertad” (Observatorio Argentino de Drogas – 2009), uno de cada tres delitos guarda vinculación con las drogas, ya sea por el estado psicofarmacológico del victimario o bien con los causales para delinquir. Este estudio oficial, el primero y único desarrollado hasta el momento en nuestro país, también expresa la posibilidad de reducir significativamente los índices delictivos si se trabaja fuertemente sobre tres ejes prioritarios: la prevención del consumo de sustancias, la educación, y la generación de oportunidades laborales.

Sepan los impulsores de la mano dura que ningún pibe nace chorro, narco o drogadicto. Sepan los abolicionistas que cada individuo es libre para elegir el camino de los valores o el atajo del delito. También se equivoca quien cree encontrar en la pobreza o en el uso de estupefacientes un sinónimo de delincuencia, como tampoco es patrimonio exclusivo de una clase social en particular. Pero la exclusión, la vulnerabilidad y la problemática de las drogas (como oferta y como demanda) conforman una sumatoria de factores que requieren acciones coordinadas, lejos de cualquier mirada ideológicamente sesgada.

Múltiples aristas, denominadores comunes y un abordaje integral. Acción, represión, endurecimiento de penas para los delitos de tráfico de estupefacientes, y un sistema judicial más dinámico y proactivo. Salud para quienes atraviesan un problema de adicción o dependencia. Educación para construir una cultura preventiva como factor de protección y resiliencia. Inclusión, participación, responsabilidad social y plena ciudadanía como fin último, como horizonte posible.