Empezó la experimentación social a gran escala. Con la reglamentación de la Ley Nº19172 que establece el marco jurídico aplicable dirigido al control y regulación de la importación, exportación, plantación, cultivo, cosecha, producción, adquisición, almacenamiento, comercialización, distribución y uso de la marihuana y sus derivados, el Estado uruguayo avanzó en la utopía de que la vida es puro experimento, y de que existe amplio margen para la prueba y el error.
Hay voces que desde la otra orilla se alzan en favor del laissez faire, laissez passer (dejar hacer, dejar pasar). Julio Calzada, secretario general de la Junta Nacional de Drogas del Uruguay, afirma que su país “no pretende exportar esta propuesta, sino que los dejen intentar este nuevo camino”. Nadie discute el derecho soberano de toda nación a definir sus políticas internas, ni tampoco a plantear en un ámbito de multilateralidad la orientación de sus estrategias internacionales. El tema es que en un mundo de fronteras difuminadas, inmediato, pequeño y global, es imposible evitar el impacto transnacional de ciertas medidas sobre la salud y el bienestar de la población. Si no fuera así, nadie debería discutir sobre Botnia.
La nueva ley, transformada en improvisado experimento, plantea inconsistencias, vulnerabilidades, y demasiados lugares grises en manos del flamante organismo de aplicación: el Instituto de Regulación y Control del Cannabis (IRCCA). ¿Cuál será el destino previsto para los excedentes de cannabis no consumidos, que queden en poder de aquellos usuarios que acepten incorporarse al registro, o en almacenaje en las dependencias que se habiliten a tal efecto, o en los clubes de cannabicultores? ¿Cómo se controlará que en un domicilio particular se cumpla con el requerimiento de sólo seis plantas de cannabis, y que la plantación no supere los 480 gramos anuales, sin corromper el ámbito privado del ciudadano? ¿De qué manera el sistema de trazabilidad podrá detectar desvíos y adulteraciones en los casos de pequeñas cantidades, sabiendo que la tenencia de marihuana para consumo no está penalizada en Uruguay y que cualquiera puede portar libremente esta droga? ¿Por qué un usuario de cannabis, acostumbrado a consumir aquellas especies cuya concentración de tetrahidrocannabinol (THC) sea superior al 15% establecido por ley, abandonaría esa práctica? ¿A quién recurrirá si agota rápidamente los 40 gr mensuales al aumentar la dosis para lograr el mismo efecto? ¿Desde qué fundamento científico se espera que un adicto a la pasta base o la cocaína opte por consumir marihuana, sabiendo empíricamente que el camino hacia una adicción se traduce en forma inversa? ¿Qué sucederá con los menores de 18 años, que seguirán recurriendo a la clandestinidad para acceder a la sustancia, con el agravante de una mayor circulación de la misma debido al nuevo estatus legal? ¿Qué exigencias de seguridad se impondrán a las farmacias y locales habilitados para el expendio de cannabis, para evitar que la sustancia sea robada de los depósitos? ¿La prohibición de reventa de la marihuana legal será tan categórica como lo que sucede con la reventa de entradas de futbol o con el expendio de alcohol a menores, o sólo será el camino para el desarrollo de una nueva actividad ilegal que simplemente cambiará de manos? ¿De qué forma se disuadirá el turismo cannábico, sabiendo que no bastará con restringir la venta de marihuana sólo a uruguayos para evitar que la droga se comparta en las calles como el mate? ¿Cómo se pretende financiar el IRCCA o aumentar el presupuesto para fortalecer los programas de prevención y rehabilitación de adicciones, si como punto de partida la marihuana legal ha sido beneficiada con un régimen tributario mínimo? ¿Existen previsiones para limitar las licencias a farmacias, o la radicación de los denominados “clubes de membresía”, en zonas aledañas a establecimientos educativos o similares? ¿Se endurecerán las penas por conducir bajo los efectos de la marihuana?
Laissez faire, laissez passer… Aún sabiendo que la ley es cuestionable desde la perspectiva liberal porque implica la intervención máxima del Estado en la vida privada de las personas, los albañiles de la retórica liberalizadora de las drogas están dispuestos a incorporar el concepto “regulación” a la terminología que utilizan para defender su posición abolicionista. Aseguran que a diferencia de la legalización, la acción de regular lleva implícita la intencionalidad de un Estado presente, activo, eficiente, dispuesto a controlar la dinámica de la oferta y la demanda del uso de drogas. Así lo cree también Mujica, que abrazado a las teorías de Milton Friedman insiste en tildar de dogmáticos y sectarios a los que “están en contra de la honradez de la palabra experimento”. Así pretenden también que lo crea la opinión pública mundial.
Atemoriza que en Argentina se sigan alzando voces a favor de este tipo de medidas, que perciben en el modelo uruguayo una salida facilista al problema del narcotráfico. Algunos sectores de opinión aún parecen no advertir la relación directamente proporcional que existe entre la legalidad (o la percepción de legalidad, que es aún más grave) de las sustancias y el consumo masivo. Muchos siguen pensando que el fuego se puede apagar con nafta.
Desde 1931(Ley Nº 8764) y hasta 1996 (Ley Nº 16753), Uruguay tuvo el monopolio de la droga alcohol con la destilación y fabricación de bebidas alcohólicas. Con este antecedente, la paulatina eliminación de las barreras legales vigentes generaría, como único resultado, una baja en el precio de la marihuana y un simple cambio en la rentabilidad del negocio. El control, antes en manos de los traficantes, luego bajo regulación estatal, pasaría finalmente a las empresas multinacionales que lo operarían bajo los criterios del esquema de libre mercado. De todas formas, a priori no será sencillo controlar un mercado de demanda constante, que a mayor disponibilidad de marihuana crecerá aún más, sin que en paralelo surjan articulaciones que sigan aprovechándose de los grises e inconsistencias de la regulación.
La legalización de la marihuana no puede ser presentada ante la opinión pública como una solución simplista ni efectiva para reducir los problemas judiciales, de seguridad o de violencia pública. Las organizaciones criminales cuentan con una alta capacidad para transformarse y ajustarse a las nuevas condiciones del negocio. Con el ánimo de conservar los niveles de rentabilidad, diversificarían el mercado, abriéndolo para quienes se sostenga la prohibición (los menores de edad, las personas no registradas o quienes busquen niveles más altos de THC), o bien creando uno paralelo, por contrabando, similar al que existe en el caso del tabaco.
Decir que la legalización de la marihuana desfinanciaría el 50 por ciento del negocio del narcotráfico es mentirle burdamente a la gente. Detrás del crimen organizado también están el tráfico de armas, la trata de personas, el terrorismo, el contrabando y el lavado de activos. ¿Deben legalizarse también?
Es indudable que estamos en presencia de un debate que como sociedad se debe dar, pero que no puede restringirse a un mero enfoque de supuestos ideológicos individualistas y egoístas, que limitan a un análisis económico lo que en esencia es un problema socio-sanitario. Las políticas públicas sobre drogas deben basarse en evidencias científicas y empíricas. Así lo afirma la Comisión Interamericana para el Control del Abuso de Drogas (CICAD – OEA).
Frente a la errónea categorización de la marihuana como droga blanda, cada vez más y más investigaciones científicas demuestran con datos duros los daños a la salud ocasionados por su consumo. Se trata de una sustancia con principios psicoactivas muy potentes, que impactan sobre el sistema nervioso central, el cerebro y el aparato cardiovascular. Se ha comprobado que produce cambios significativos en los procesos cerebrales responsables de las habilidades y comportamientos que implican el pensamiento abstracto, la toma de decisiones, la flexibilidad cognitiva y la corrección de errores. Cerebros jóvenes en pleno desarrollo, vulnerables a la experimentación con el tetrahidrocannabinol.
Un Estado debe velar por la realización efectiva de los derechos de las minorías. Pero bajo ningún aspecto puede legislar de espaldas al bien común y el bienestar de una manifiesta mayoría que desea vivir en una sociedad saludable. Bien dijo Julio María Sanguinetti, ex presidente de Uruguay: “Bajar los brazos de este modo, proclamar la incapacidad de la sociedad para evitar la difusión de drogas y darle a los jóvenes la señal de que es algo permitido no nos conducirá a buen puerto. La cuestión es demasiado seria y compleja para reducirla a mágicas medidas de ingeniería social.”
¿A qué costo se pretende entonces avanzar en el camino de la experimentación? Laissez faire, laissez passer…